Beethoven Misa Solemnis Axel Juárez

Beethoven Missa Solemnis es un programa presentado por la Orquesta Sinfónica de Xalapa en el concierto del 12 de abril de 2019. Contiene las piezas sinfónicas hechas por Beethoven en 1819. El programa de música fue dedicado al IV Festival de Música Sacra.

La importancia de Ludwig van Beethoven (1770-1827) para la historia de la música es indiscutible. Para el historiador del arte y musicólogo español Federico Sopeña, la música posterior a Beethoven «no ha hecho sino intentar llevar hasta el fin todos los mundos hechos o entrevistos por él»; así mismo, nos recuerda que la música de Beethoven en el piano, en la orquesta, en conjuntos de cámara, en la forma sonata «es un gran puente fijo sin el cual no podría existir todo lo que la música romántica ha traído consigo: el concierto, la audición para el público tal como la vivimos hoy». Para entender y contextualizar la música de Beethoven los críticos han establecido una división en tres épocas: la primera (hasta 1801), también llamada “época de la influencia”, nos remite a un compositor que se mueve dentro del marco del clasicismo vienés de Haydn y Mozart; en la segunda época (entre 1801 y 1815) encontramos a un Beethoven inquieto por renovar las formas, llevando hasta sus últimas consecuencias una de las estructuras discursivas musicales más utilizadas desde principios del clasicismo: la forma sonata —cuya estructura básica es: introducción-exposición-desarrollo-reexposición-coda final—; en la tercera época (de 1815 hasta su muerte) se desvela completamente el Beethoven innovador, encontramos una fuerte carga intelectual en sus obras así como una intensidad y expresión sumamente personales. A este período corresponden su Novena Sinfonía y la Missa Solemnis (1819-23). En 1819, año en que comienza la composición de la Missa, Beethoven sufría ya de una sordera total, ni sus trompetas acústicas le daban resultado. Para comunicarse utilizaba unos “libros de conversación” que, a la fecha de su muerte, llegaron a cuatrocientos volúmenes.

 

Beethoven comenzó su Missa Solemnis como un regalo para su amigo, discípulo y colega, el archiduque Rudolf de Austria, hermano del emperador austriaco y cardenal de la Iglesia Católica de Roma. La Missa fue concebida para la investidura de su amigo Rudolf como arzobispo de Olomouc —ciudad de Moravia, al este de la República Checa—. Envuelto en soledad y profundidades existenciales, Beethoven abandona la idea de la música como entidad absoluta y la convierte en un vehículo para expresar intensas cualidades y preocupaciones humanas. Según Paul Griffiths, en su Breve historia de la música occidental, «Beethoven escribió en la partitura de la Missa Solemnis que esa música provenía del corazón y que pretendía conmover corazones, ciertamente los de los intérpretes tanto como los de los oyentes […] Lo que remata el final de la Missa Solemnis no es una fuga, sino una serena confirmación de la paz que reviste las palabras del Agnus Dei y a la que se da plena actualidad con el recuerdo de los ruidos de batalla del principio del movimiento, una confirmación particularmente significativa para las gentes que acababan de vivir las guerras napoleónicas. Éste es sólo un ejemplo de la reinterpretación crítica a la que somete Beethoven a los textos sagrados desde el marco del aquí y del ahora, y desde la divinidad del ser humano. La frase del Credo en la que esto se afirma más contundentemente es la que proclama la humanidad de Jesús». En 1820, durante cuatro sesiones con Beethoven presente, el pintor alemán Joseph Karl Stieler (1781-1858) pintó al óleo uno de los retratos más famosos del compositor: Beethoven mit dem Manuskript der Missa solemnis. El retrato muestra a un Beethoven de cincuenta años, mirada profunda y penetrante, sosteniendo la partitura manuscrita de la Missa Solemnis en Re mayor, mientras trabaja en el Credo. Esta inmortalizada actitud de Beethoven frente a su Missa, frente a su Credo, se corresponde con la descripción de uno de los primeros biógrafos del compositor, Anton Felix Schindler (1795-1864):

 

«[…] cuando trabajaba en Mödling en el Credo de su Misa, y cuando pienso en la exaltación de su espíritu, debo reconocer que jamás, antes o después de esta época, le vi en un estado parecido de total absorción […] ¡Con la cara sudorosa golpeaba los tiempos, medida por medida, con las manos y los pies antes de escribir las notas! Sus vecinos se quejaban de que no les dejaba descansar día y noche con sus pataleos y sus golpes. El propietario le puso en la calle. Todos, por todas partes, le miraban como un loco, y verdaderamente parecía un poseído […] A finales de agosto llegué a casa del maestro en Mödling en compañía de Johann Horzalka, el músico que vivía ahora en Viena. Eran las cuatro de la tarde. A nuestra llegada nos enteramos de que las dos sirvientas de Beethoven le habían dejado aquella misma mañana. Poco después de medianoche una violenta escena había conmocionado la casa. De tanto esperar, las dos criadas se habían dormido y los platos ya no eran comestibles. En la habitación vecina, con las puertas cerradas, oímos al maestro cantar, gritar y seguir el ritmo de su Credo. Escuchamos durante mucho tiempo esos ruidos espantosos, y estábamos casi a punto de marcharnos cuando la puerta se abrió y Beethoven apareció furioso y feroz. Tenía aspecto angustiado, como si acabase de salir de una lucha a muerte contra una legión de sus enemigos de siempre, los contrapuntistas. Sus primeras palabras fueron incoherentes, como si el hecho de que le hubiéramos escuchado le hubiese sorprendido desagradablemente. Pronto nos habló de los recientes incidentes, y dijo con tono muy tranquilo: «¡Una bonita casa!…, se han marchado todos, y no he comido nada desde ayer». Intenté calmarle y le ayudé a vestirse; durante este rato mi acompañante corrió al restaurante para que preparasen comida para el maestro, hambriento. Éste se extendió en lamentos sobre su hogar. Pero la situación era muy confusa. No, jamás una obra maestra semejante a la Missa solemnis ha nacido en circunstancias tan desfavorables».

 

En cuanto a la secularización de la misa y la tradición que siguió —y marcó— Beethoven, Griffiths señala que «La obra como conjunto, en sus enormes dimensiones y su intencionalidad, parece destinada más para la sala de conciertos que para la iglesia. Continúa así una línea establecida ya en la anterior misa de Beethoven, en las misas tardías de Haydn, que de inmediato se dieron como piezas de concierto, y en el Réquiem de Mozart, que fue de importancia capital en el establecimiento del estatus póstumo de su compositor. Las misas de Schubert pertenecen de igual forma a esta fase incipiente de la sacralización del concierto». Se ha dicho que Beethoven, en esta obra, alaba al Señor con demasiada violencia, ¿estaremos experimentando lo que Aldous Huxley llamó alguna vez “procedimientos directos de expresión musical”, refiriéndose por ejemplo al uso del volumen como sinónimo de fuerza bruta? O tal vez ¿podríamos estar en presencia de un genial y monumental reclamo místico?

 

Axel Juárez

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