A finales del siglo XIX, época de profundos cambios tecnológicos y sociales, Europa asistía a la decadencia de un Romanticismo cuyo fin parecía inexorable. Se trataba del fin de una era en lo artístico y, por supuesto, en lo musical. En el terreno de la música, a este periodo se le suele llamar fin de siècle, un fin de siglo que implicaba derrumbes en variadas áreas de lo social. Desmoronamientos que arrastraban el auge del nacionalismo y el antisemitismo durante las dos primeras décadas del siglo XX. Etapa cruda y violenta que terminó por afectar lo artístico, cuyas expresiones reaccionaban a un malestar cultural europeo, decadente y desesperado que, no obstante, fue fructífero para el ámbito creativo. Nacía el modernismo musical. Hay quienes sitúan el inicio de este modernismo musical a partir del Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, en 1894, seguida de la aparición en 1912 de Pierrot lunaire de Arnold Schoenberg y de la contundente Consagración de la primavera de Stravinsky en 1913. Respecto a esta última, su polémico y escandaloso estreno marcó la historia de la música contemporánea, recordando lo que puede suceder cuando públicos exigentes ven trastocado su gusto musical. Marie Rambert, bailarina ayudante de Vaslav Nijinsky, el coreógrafo, y el pintor Valentine Hugo, recordaban el estreno aquella noche del 29 de mayo de 1913, en el Teatro de los Campos Elíseos de París: «Los insultos y los abucheos tapaban el sonido de la orquesta. Hubo puñetazos y bofetadas […]. Desde los palcos una voz llamó a Ravel “sucio judío”; el compositor Florent Schmitt replicó “cállense, putas de Passy”. Entre bastidores, Diáguilev daba órdenes de encender y apagar las luces de la sala para calmar a la gente».
Cuando el modernismo invadió el terreno musical, los compositores más vanguardistas e incómodos con las habituales normas tonales se agruparon bajo una estética iconoclasta y rupturante del sonoro status quo previo. Ese modelo anterior, hegemónico en muchos sentidos, es lo que conocemos como música tonal. Recordando las magistrales lecciones de Jan Swafford, en su Por amor a la música, encontramos que «lo que llamamos música‘tonal’es la que ha existido más o menos desde el principio de la música, y cada cultura la ha declinado asu manera. La música tonal se basa en‘escalas’ […] En la tonalidad clásica occidental, unacorde de séptima se define como ‘disonancia’. En la música tonal, la disonancia significa dos cosas. Primero, es un sonido más complicado y recargado acústicamente que una consonancia, de modo que se considera menos apacible. En segundo lugar, se espera que al final una disonancia acabe resolviéndose en algo más apacible, más suave acústicamente. Ese sonido más suave se llama ‘consonancia’. De modo que en la música tonal tradicional, la ‘disonancia’ se espera que se resuelva a ‘consonancia’, es decir, de tensión a resolución». Por aquella época, el impresionismo estaba en ciernes en la región austro-alemana, y las ideas psicoanalíticas de Freud, explorando los matices más oscuros de la psiquis y de la expresión humana, estaban en boga. Mientras tanto, la Rusia, Francia y posteriormente los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX vieron nacer a genios innovadores de la talla de Igor Stravinsky (1882-1971) y Aaron Copland (1900-1990). El norteamericano Copland encontró una de sus influencias más fuertes en la obra del ruso Stravinsky, quien fue un notable representante de los cambios en la escena musical, de la mano de la enorme valorización que se tenía del ballet primero en la Rusia zarista y posteriormente en toda la Unión Soviética.
Nadia Boulanger (1887-1979), de quien se ha dicho que fue la pedagoga musical más importante que haya existido jamás, fue amiga íntima de Stravinsky, apreciaba y conocía su arte. Tal vez por esto el día del estreno de Dumbarton Oaks (1938) de Igor Stravinsky (1882-1971), Nadia dirigió la orquesta, formada por un ensamble reducido, no más de quince músicos. Sin sonar explícitamente bachiana, esta obra abreva –según declaraciones del propio Stravinsky– de los conciertos de Brandenburgo, que le sirven de modelo lejano formal para plasmar su propia sonoridad y estilo, etiquetada posteriormente como “periodo medio” del compositor, una etapa “neoclasicista” donde el ruso produjo una serie de piezas profundamente marcadas por su exquisita personalidad estilística. La influencia de Bach en Stravinsky no es atípica, la pasión del ruso por la perfecta y monumental creatividad del alemán se dibujan en algunas declaraciones de Stravinsky: «Toqué a Bach muy regularmente durante la composición del Concierto y me atrajeron mucho los Conciertos de Brandenburgo. Sin embargo, no sé si el primer tema de mi primer movimiento es un préstamo consciente del tercero del conjunto de Brandenburgo. Lo que puedo decir es que Bach seguramente estaría complacido de prestármelo; este tipo de préstamos era exactamente el tipo de cosas que le gustaba hacer».
Aaron Copland (1900-1990) fue un compositor estadunidense, reconocido por su gran interés en la música americana (no solo la de su país) y en la exploración de sus formas. Nacido en Brooklyn, Nueva York, hijo de inmigrantes judíos lituanos, aprendió a tocar el piano a los trece años. Al igual que Stravinsky, tuvo una importante vinculación con Nadia Boulanger, cuando en su juventud viajó a París, entre 1921 y 1924, para tomar clases particulares con la legendaria maestra. Boulanger formó a varios de los más grandes compositores del siglo XX, desde un Philip Glass y Quincy Jones a un Astor Piazzolla y Leonard Bernstein, pasando por Copland, quien además fue uno de sus primeros alumnos norteamericanos. Copland desarrolló un estilo musical marcado fuertemente por Prokofiev, Stravinsky y Poulenc. Durante su estancia en París conoció a varios jóvenes compositores que se encontraban reelaborando estilos clásicos y explorando géneros como el modernismo y el impresionismo, tratando de evitar el romanticismo alemán de Brahms y Wagner. Copland fue particularmente influenciado por Igor Stravinsky, cuyas ideas musicales también llegarían a inspirar a músicos como Charlie Parker. En 1944, Copland recibió el encargo por parte de la genial coreógrafa Martha Graham de componer un ballet. Así nació Appalachian Spring (1944). El título lo sugirió Graham, extraído de un poema de Hart Crane. Tomando en cuenta la notable influencia de Stravinsky en Copland, llama la atención el paralelismo en el título con la otra primavera, que treinta y dos años antes, tanto revuelo causó. Además del título, Graham le sugirió a Copland que la danza fuera «una leyenda de la vida americana, como una estructura ósea, el marco interior que mantiene unido a un pueblo», así Copland comprendió que el encargo «tenía que ver con el espíritu pionero americano, con la juventud y la primavera, con el optimismo y la esperanza». El éxito del ballet fue inmediato, lo que animó a Copland a realizar distintos arreglos de la música original, escrita para un ensamble de trece instrumentos. En 1945 estrenó la Suite para orquesta, una versión breve en la que prescindió de los elementos más coreográficos de la puesta en escena original; en 1954 retomó el ballet completo e hizo una versión para orquesta sinfónica, y en 1972 arregló la Suite para ser tocada por el ensamble de trece instrumentos original. Es esta última versión la que hoy escuchamos.
Tanto Stravinsky como Copland son dignos representantes de lo más granado del modernismo musical. Maestros que reivindican y nos acercan a ese misterioso mundo de lo atonal, de lo modernista, del conflicto con la tonalidad como centro mismo de la música. Nos brindan la oportunidad de apreciar un lenguaje diferente de expresión, heredero de una de las etapas más convulsas de nuestra historia contemporánea.
Axel Juárez
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