La fe y la esperanza en la franqueza, en la sinceridad, han estado presentes en algunos artistas, grandes espíritus libres y críticos. En el siglo XX, en México, tuvimos la fortuna de tener a un Silvestre Revueltas que, desde un estilo llano y aparentemente agreste, nos legó una música nueva y afincada en tradiciones nacionales. En el siglo XVIII musical, Johann Sebastian Bach (1685-1750) también tenía filiaciones hacia lo sincero, a la ayuda al prójimo y un hondo repelús a lo hipócrita. Se sabe de todo ello no sólo gracias a los biógrafos o exégetas musicales de cada época sino también por lo que nos dice su música, con o sin palabras. El director de orquesta británico John Eliot Gardiner, especialista en el periodo barroco y en Bach, nos revela en su monumental biografía de Bach “La música en el castillo del cielo” (Acantilado, 2015) que: «Estamos ante las notas de alguien en sintonía con los ciclos de la naturaleza y los cambios de las estaciones, sensible al puro carácter físico de la vida, pero fortalecido por la perspectiva de una vida mejor después de la muerte, vivida en compañía de ángeles y de músicos angélicos. […] La música nos ofrece destellos que alumbran las terribles experiencias al quedarse huérfano, en su solitaria adolescencia, y al llorar la muerte de sus seres queridos como marido y padre. Nos muestra cuán intensamente le desagradaba la hipocresía y su impaciencia ante el falseamiento de cualquier tipo; pero revela también la profunda simpatía que sentía por quienes sufren o se sienten tristes de un modo u otro, o luchan con sus conciencias o sus creencias. Su música ejemplifica esto y es en parte lo que le brinda su autenticidad y su fuerza colosal».
Máximo genio musical del barroco tardío, Johann Sebastian Bach fue el miembro más destacado de una numerosa familia de músicos que vivieron y trabajaron en Alemania central desde principios del siglo XVI hasta fines del siglo XVIII. Más de setenta miembros de esta familia se desempeñaron como músicos profesionales, conformando así el conjunto más sobresaliente de talento musical que se haya registrado nunca en una sola familia. Bach fue hijo de un instrumentista de cuerda de la ciudad alemana de Eisenach, quedó huérfano desde niño y fue su hermano mayor, Johann Christoph, quien se hizo cargo de él y probablemente le dio sus primeras lecciones musicales. Con 18 años, Johann Sebastian ya era un notable intérprete de instrumentos de teclado, lo que le permitió conseguir su primer empleo como organista de iglesia, en la ciudad vecina de Arnstadt. El genio temprano de Bach le granjeó varias enemistades e incomprensiones; su carácter más bien rebelde y subversivo, en muchos sentidos, se contrapone a la constante idealización que se ha hecho de su figura. No sólo en su vida cotidiana, en su música también podemos encontrar pistas de su inconformismo con las normas de su época y de sus constantes intentos por cambiarlas. En su primer empleo duró cuatro años, sin embargo, no logró una buena relación con las autoridades de Arnstadt. Una de las primeras irregularidades registradas de aquella época nos la recuerda Jan Swafford en “Por amor a la música” (Antoni Bosch Editor, 2017): «Pidió un mes de permiso para oír al celebrado organista y compositor Dietrich Buxtehude en Lübeck, lo que suponía hacer un viaje de 300 kilómetros, y se quedó allí cuatro meses escuchando a su héroe. Cuando volvió le dijeron cuatro cosas. En el trabajo, sus superiores se quejaban de que sus acompañamientos para himnos eran demasiado complicados y de no escribir suficiente música. Luego tuvo una reyerta callejera con un músico de orquesta a quien llamó “cabrito fagotista”. Parece que Bach era en general un hombre afable, sociable y algo líder, bien valorado por sus colegas de profesión y buen padre de sus hijos, pero en lo que tocaba a su música era muy puntilloso y orgulloso, especialmente si sentía que sus patronos no lo valoraban como merecía».
Historias como esta nos hablan de una personalidad apasionada, ávida de novedades, inconformista e implacable en lo que se refiere a la creación musical. En su libro “La música. Una historia subversiva” (Turner, 2020) el músico, crítico e historiador Ted Gioia nos recuerda que «no es necesario estudiar estos incidentes de la vida de Bach para tomar conciencia de sus tendencias subversivas. Basta con escuchar su música, que debió de perturbar a muchos austeros luteranos, e incluso a otros compositores, con su ostentoso despliegue de técnica y sus audaces estructuras arquitectónicas. No han sobrevivido muchas críticas de sus interpretaciones, pero las escasas reacciones de sus contemporáneos que conocemos no dejan ninguna duda sobre el desdén que sentía Bach por las reglas con que se manejaban los demás. Hay quien se queja porque improvisaba durante demasiado tiempo durante los oficios religiosos. El compositor Johann Adolph Scheibe escribe una airada denuncia contra su “grandilocuente” y “confusa” forma de hacer música. En 1730 Bach se vio obligado a presentar un memorándum al Ayuntamiento en el que explicaba por qué era necesario aceptar “el gusto musical del presente” y “dominar las nuevas clases de música”. En este documento insiste en que “el estilo antiguo ya no parece complacer nuestros oídos” y pide libertad para seguir las tendencias más avanzadas de su tiempo. Pero el comentario más revelador quizá proceda de la diatriba de Scheibe, en la que se queja de que la música de Bach quedaba “oscurecida por un exceso de arte” y lastrada por una “cantidad interminable de metáforas y figuras”. En otras palabras, lo que para las generaciones siguientes sería la marca de la grandeza de Bach, eran los elementos que lo convirtieron en sospechoso en su momento».
La enorme curiosidad musical de Bach, su gran capacidad de asimilar el canon musical y los estilos que estaban de moda, lo llevaron a sintetizar buena parte del conocimiento musical acumulado hasta su época y plasmarlo en su obra, llevándolo hasta sus últimas consecuencias. A pesar de su genio y del aprecio de algunos músicos de su época, no se podría decir que sus contemporáneos estuvieran conscientes de su grandeza. El reconocimiento contundente y de dimensiones universales fue muy posterior a su muerte. Según nos cuenta el músico e historiador Javier María López Rodríguez en su “Breve historia de la música” (Ediciones Nowtilus, 2011): «Bach no es un revolucionario como Monteverdi y, sin embargo, a pesar de su relativo aislamiento, lo que hace es asimilar toda la herencia musical de su época a la que estuvo receptivo con un espíritu atento: la homofonía del continuo, la cantata luterana, el concierto italiano, la suite orquestal, la armonía tonal con su contrapunto, el policoralismo veneciano o la escritura para órgano, siendo él, asimismo, un notable intérprete y organero, además de un consumado poli-instrumentista. Bach fusiona todos estos estilos sometiéndolos a una revisión constante, ‘cerrando’ una época y llevándolos a unas cotas de creación tan únicas y extraordinarias como personales». Dentro de las novedades que le tocó estudiar a Bach, e implementarlas en sus obras, sobresale el Concierto, una de las instituciones musicales más apasionantes del Barroco. La idea de colocar uno o más instrumentos solistas frente a la orquesta, explorando diversas posibilidades técnico-interpretativas, pareciera algo que apelaba a la pasión del siglo XVIII por el máximo contraste estético. Un melómano visitante de la Italia barroca señaló cómo «el oído se sorprende por los contrastes entre el solo y el tutti, entre el forte y el piano de la orquesta y el pequeño grupo de solistas, así como el ojo se sorprende por los contrastes de luz y sombra». El concierto también fue algo muy útil para los compositores barrocos al proporcionarles una manera de crear una gran estructura musical con pocos recursos. Su unidad básica, el ritornello (pequeño retorno) orquestal, es básicamente un párrafo sonoro de tres elementos: una llamativa apertura, una secuencia que la continúa y una estrategia musical de salida. Los instrumentos solistas pueden reflejar este mismo material sonoro o bien explorar sus propias ideas desde el virtuosismo. La orquesta proporciona una especie de puntuación musical mediante la reiteración de partes del ritornello en pos de una conversación continua que bien podría ser un diálogo, una discusión o un monólogo con comentarios.
El aprendizaje y asimilación musical que Bach experimentó fue posible, en buena parte, por el uso de las bibliotecas y de sus partituras. Una situación que antes de los tiempos de Bach no hubiera sido nada fácil. Como nos recuerda Ramón Andrés en su libro “Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros” (Acantilado, 2005): «Las bibliotecas privadas, con mayor acento a partir del siglo XVIII, adquirieron la significación de unos espacios designados a la generación de sentido, instrumentos de irreemplazable valor que facilitaban el acceso a las claves del conocimiento […] Johann Sebastian Bach pertenecía a esta tradición, de modo que no debe sorprender que el músico tuviera su propia y estimada biblioteca, cuyo contenido no era sólo musical». Según el mítico violoncellista Pablo Casals, Bach, ávido aprendiz en sus años formativos, «copiaba de su puño y letra obras de músicos italianos y franceses, no rechazaba las enseñanzas ni las influencias, se convertía, pudiéramos decir, en el alumno paciente y aplicado de todos los grandes maestros. Su genio, demasiado poderoso para contentarse con ciertas formas y con determinadas tradiciones, se sentía atraído por el gran arte, cualquiera que fuese su procedencia». En esto coincide el crítico musical Jan Swafford, cuando nos recuerda que «Bach estudió cuidadosamente a Vivaldi, y sospecho que aprendió muchísimo de él: intención, franqueza y energía rítmica». Bach llegó a tener una notable biblioteca, entre sus volúmenes sobresalía un conjunto al que llamaba apparatus, una especie de repositorio personal de partituras. Ramón Andrés nos relata que «una buena parte de lo que Johann Sebastian Bach llamaba el apparatus consistía en partituras no solamente propias sino pertenecientes a otros compositores. Muchas de ellas habían salido de la mano de copistas, otras de su propio puño, aunque también las había en edición impresa». Entre este repositorio musical bachiano probablemente había algunas obras de Vivaldi. Ramón Andrés aclara que «aunque se afirma que el encuentro de Bach con la obra de Vivaldi tuvo lugar en Weimar entre 1713 y 1714, para entonces ya estaba familiarizado con el método de composición del norte de Italia e incluso no hay que descartar que conociera algunas obras de Vivaldi, que iban de mano en mano sin haber pasado por la imprenta». Así, no es de extrañarse que el modelo a seguir de Bach, para la composición de muchos de sus Conciertos, haya sido Antonio Vivaldi (1678-1741).
Durante los seis años (1717-1723) que Johann Sebastian Bach pasó como maestro de capilla (Kapellmeister) en la ciudad de Köthen, Alemania, produjo una considerable cantidad de música secular, fuera de los habituales encargos religiosos. El príncipe Leopoldo de Anhalt-Köthen, calvinista, melómano y conocedor musical, encargó a Bach un repertorio instrumental, tanto de interpretación solista como para su orquesta de trece miembros. A tenor de este encargo, Bach escribió un doble Concierto para para oboe y violín, del cual más adelante hizo una transcripción para dos clavecines y orquesta, que hoy conocemos con el número de catálogo BWV 1060. La partitura del concierto original para oboe y violín se perdió después de la muerte de Bach, y la versión que hoy escuchamos es una reconstrucción publicada por el musicólogo Wilfried Fischer en 1970, basada en la transcripción que el mismo Bach realizó para dos clavecines. También existen reconstrucciones para dos violines y orquesta y algunas veces aparece en los catálogos con el código BWV 1060R. El Concierto sigue la estructura modélica del concierto barroco italiano, tres movimientos: rápido-lento-rápido. El primer movimiento (Allegro) alterna entre los solistas (concertino) y la orquesta (ripieno) definiendo claramente la separación de las fuerzas sonoras; el segundo movimiento (Adagio) es una exquisita pieza que asemeja una aria de ópera; finalmente, en el Allegro se utiliza la técnica –estandarizada por Vivaldi– del ritornello, presentando un tema que reaparece a la mitad y al final del movimiento.
Otra de las formas musicales más importantes y practicadas durante el periodo barroco (siglo XVII y principios del XVIII) fue la Suite. Las suites se basaban en diferentes tipos de danzas estilizadas, generalmente en la misma tonalidad, y algunas veces relacionadas temáticamente. Bach cultivó prolíficamente la Suite, prueba de ello son sus colecciones de Partitas, las Suites Francesas e Inglesas para teclado, las Suites para violín, para laúd y violoncello solo, y las cuatro Suites para orquesta. Muchas de estas piezas nacieron en el feliz periodo que Bach pasó en Köthen donde, gracias al príncipe Leopoldo, tuvo plena libertad creativa. Cada una de las Suites para orquesta de Bach comienza con una obertura, compuesta en lo que se conocía como estilo francés. Esto implicaba un preludio más o menos formal seguido de un movimiento rápido y, con frecuencia, una repetición del tema inicial. Continuaba la suite con una variedad de danzas en diferentes configuraciones que conservaban los ritmos y formas originales pero que, en manos de Bach, se convertían en vigorosas ideas melódicas arropadas de ricas texturas contrapuntísticas. La Suite No. 4 para orquesta, en Re mayor, BWV 1069 (ca. 1720) fue contemporánea, en su composición, de los famosos Conciertos de Brandenburgo. Comienza con un evidente carácter festivo, donde sobresale el esplendor de los vientos y los timbales. En las danzas posteriores (Bourrée, Gavotta y Menuett), Bach establece un complejo discurso contrapuntístico echando mano de ritmos atractivos. La suite termina con un Rejouissance, enérgico movimiento festivo que evoca una sonora alegría colectiva.
Axel Juárez
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