Musica de cine 27,28/05/2022
La máquina-instrumento del cine
En El cine y el hombre imaginario, Edgar Morin reflexiona sobre la carga de presencias reunidas en una composición cinematográfica: “rostros amados, objetos admirados, acontecimientos ‘hermosos’, ‘extraordinarios’, ‘intensos’” (27), deambulan –asegura– por los intersticios de las películas, generando vínculos sensoriales con la propia experiencia del espectador. Por ello, uno de los lazos más eficientes para hilvanar ese espacio ficcional emanado de la imaginería de la pantalla grande es la música. El sonido atrapa la conciencia de las películas, pues su carácter intangible palpita a través de las imágenes.
En la filmografía, el desarrollo del plano sonoro exhibe uno de los hallazgos más importantes en la pretensión de reforzar una historia mediante motivos. El mismo gesto puede diferir completamente su orientación, según el tema musical proyectado como acompañamiento de la idea cinematográfica. Así también, un guiño casi imperceptible del protagonista puede condensar el significado del filme, si se nutre con los sonidos adecuados. Iría más allá. Intuyo que es frente a algunas notas precisas colocadas en la escena exacta, cuando aparece ese instante que nos permite aceptar la existencia de lo sublime en el arte.
En el cine bulle el sonido. Antes de emplear la palabra sonora, la música delataba la actividad en la historia, en muchas ocasiones siguiendo incluso una estrategia acorde con el Mickey Mousing, al buscar la congruencia entre el cuadro de la imagen y la acción del personaje, para reforzar –o imitar– los movimientos en escena, de manera semejante a lo que ocurre con el diseño de las secuencias acústicas de dibujos animados; de hecho, dicha técnica toma su nombre de la industria de Walt Disney, precisamente por la maestría con la cual han mejorado este procedimiento cinematográfico.
No obstante, tal vez el componente fílmico con mayor independencia y vida propia sea la banda sonora. Escuchar la música de las películas nos hace traerlas a nuestra mente imprimiéndoles un ritmo muy personal. En consecuencia, una experiencia sinfónica como la que hoy ofrece la OSX brinda la oportunidad de conectar de nuevo y distintivamente con momentos entrañables de la cinematografía; volver al cine a partir de sus acordes, de la memoria, de la intimidad establecida entre lo visto en la pantalla grande, lo escuchado y nuestra propia historia.
Esta aventura inicia con el famoso Adagietto del cuarto movimiento de la Sinfonía No. 5 (1902) de Gustav Mahler, retomado por Luchino Visconti en la película Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), basada en la novela homónima de Thomas Mann. La vulnerabilidad existencial vertida en el abismo tumultuoso del amor es expresada en la obra del compositor, con un trazo de melancólica armonía entre la confianza y el desasosiego. En una línea melódica que elude los característicos pasajes corales de Mahler, la tribulación de un corazón contradictorio muestra rastros de esa trascendencia enraizada en la aceptación prematura de la irremediable pérdida. Con cautela y sutilmente, las notas de Mahler construyen una anécdota abstracta, cuya profundidad filosófica deriva en una metáfora sonora sobre lo bello en el mundo y el arte. De este modo, la analogía entre el tema musical y el fílmico atrapa la nostalgia frente a un cambio de época, en el caso de la obra de Visconti, aprehendiendo en el lenguaje sonoro la lección para el alma sustraida de la necesidad de desprenderse de lo imposible.
Esto logran las películas en su convergencia con la música. En ese sentido, tal vez uno de los momentos inolvidables de la historia del cine sea la escena final de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988) de Giusseppe Tornatore. Cuando Toto proyecta la herencia que le ha dejado Alfredo tras su muerte y se despliega la inolvidable secuencia de aquellos besos censurados por el sacerdote de un pueblo idéntico a cualquier lugar, en un segundo, la música de Ennio Morricone da voz a las historias contenidas en la sucesión de imágenes, trasladando al protagonista a sus años de infancia, tras evocar los sueños de un niño fascinado con las maneras del cinematógrafo para abrir el horizonte. En ese acto de condensación visual y semántica se hayan reunidas las formas del amor y la fraternidad.
Como ya lo había conseguido en Érase una vez en América (Once Upon a Time un America, Sergio Leone, 1984), La misión (The Mission, Roland Joffé, 1986) o Los intocables (The Untouchables, Brian de Palma, 1987), entre muchas otras composiciones para el cine de Morricone, los cuatro motivos musicales que constituyen el score de Cinema Paradiso, se integran al guión de Tornatore, enfatizando la sencillez del genio en ambos artistas. Melodías simples y reiteradas producen conmovedoras frases musicales, donde el compositor italiano logra plasmar los anhelos colectivos. A su vez, los sonidos de este filme exhiben la condición íntima de deseos tan personales como comunes para todos, los cuales se incorporan al diálogo entre piano, flauta y cuerdas, cuyos leitmotivs nos invitan a adentrarnos en un pasado entrañable. Probablemente por esta razón, Cinema Paradiso tiene como protagonista principal el deslumbramiento creador del cine.
La amplitud de los sueños fílmicos y la versatilidad del séptimo arte otorgan las herramientas a los espectadores para trasladarse a otras figuraciones del espacio-tiempo, abrir dimensiones paralelas y reinventar la realidad, existir a través de la piel de personajes inmortales, reír a carcajadas, llorar por una pasión, enfrentar destinos inciertos o dolorosos, sufrir la muerte.
Así, vivir el cine, vivir en 24 cuadros por segundo armonizados con las evocaciones de partituras compuestas para hacer vibrar las escenas con la justeza de sus notas, también nos lleva a recorrer los apesadumbrados pasajes melódicos de obras como Adagio para cuerdas (1938) de Samuel Barber, inspirado en el segundo movimiento de su Cuarteto para cuerdas No. 1, opus 11 (1936). Las conmovedoras progresiones sonoras de esta pieza han funcionado como detonador de la intensidad dramática en escenas notables de películas como El hombre elefante (The Elephant Man, David Lynch, 1980), El Norte (The North, Gregory Nava, 1983), Pelotón (Platoon, Oliver Stone, 1986), El aceite de la vida (Lorenzo’s Oil, George Miller, 1992), Los juncos salvajes (Les Roseaux Sauvages, André Téchiné, 1994), Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulan, Jean Pierre-Jeunet, 2001) y Reconstrucción (Reconstruction, Christoffer Boe, 2003), entre otras adaptaciones fílmicas de la obra.
En este programa dedicado al cine no se podía olvidar a John Williams, responsable de bandas sonoras con un enorme éxito no sólo en la cultura de masas sino en el territorio de la música sinfónica, gracias a películas como El violinista en el tejado (Fiddler on the Roof, Norman Jewinson, 1971), Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), Star Wars (Georges Lucas, 1977) y La lista de Schindler (Schindler’s List, Steven Spielberg, 1993), por apuntar sólo sus trabajos reconocidos con el premio Óscar otorgado por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. La OSX interpreta Tres piezas de La lista de Schindler, en las cuales el violín avanza por distintos registros sintetizando el flujo de las variaciones anímicas en la carga de lo humano, acaso reunido en el aforismo hebreo que actúa como idea central en la película de Spielberg: “El que salva a una sola alma, salva al mundo entero”. La atmósfera musical narra lo inefable del holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial en una gama de honduras temáticas amalgamadas con notas dispuestas de tal forma que consiguen desnudar los vericuetos del alma.
En otra tesitura, como lo hiciera el propio John Williams con la música que escribió para Superman (Richard Donner, 1978), Danny Elfman da personalidad sonora a la mítica figura de Batman (Tim Burton, 1989), recuperando el ambiente gótico del protagonista, así como la dualidad que embarga la naturaleza de este héroe que surge en la oscuridad de la ciudad para combatir el crimen. La eficiente colaboración entre Elfman y Burton ya había sido elogiada en otras cintas como La gran aventura de Pee – Wee (Pee-wee’s Big Adventure, 1985) y Beetlejuice (1988), evidencias del talento para inventar mundos alternos de este compositor también autor de la banda sonora de Spiderman (Sam Raimi, 2002).
La música de las películas de acción fortifica la percepción respecto al movimiento de las escenas. Provee de vértigo al guión, el cual –generalmente– finca su apuesta en la rapidez de los sucesos, estructuras repetitivas, efectos especiales, etc. Con otro ritmo y desafíos este es el caso del western, un género cinematográfico con cualidades muy particulares, que ha ido decayendo en popularidad en las últimas décadas, pero que une su trayectoria al nacimiento del cine hollywoodense, a tal grado que una de las primeras imagenes culturales proyectada por Estados Unidos respecto a sí misma como nación, proviene de esos paisajes hostiles, en los cuales los personajes deben luchar por su sobrevivencia. Protagonistas como el héroe forajido –que hace del individualismo y la soledad sus armas más poderosas– se complementan con los perfiles del bandido y el alguacil en un triángulo cuyo argumento pende usualmente en equilibrios morales. Su interacción suele ser anticipada por el tema musical que identifica a cada uno de los personajes, provocando que gran parte de la narrativa de este tipo de filmes suceda en el ámbito sonoro, dado su rol predominante en la atmósfera de la obra.
Esta particularidad del western puede ubicarse desde El bandido repara la justicia (The Bandit Makes Good, Gilbert M. “Broncho Billy” Anderson, 1908), que instala el denominado cine sonoro, hasta llegar a las películas de John Ford, en las cuales es posible apreciar cómo el eje temático de este género se vuelve poroso para la incorporación de asuntos relevantes en la sociedad, durante el tiempo de su producción. Un ejemplo notorio es El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924), donde el proceso de construcción del ferrocarril se une a las preocupaciones recalcadas en las cintas del oeste. Como parte de esta nómina musical sobresale, nuevamente, la obra de Ennio Morricone; los temas de Por un puñado de dólares (A Fistful of Dollars, Sergio Leone,1964), símbolo del spaguetti western y, en ese umbral, de la etapa más sangrienta del género; y El bueno, el malo y el feo (The God, the Bad and the Ugly, Sergio Leone, 1966), probablemente sean de los más conocidos. Por otro lado, las bandas sonoras de Los siete magníficos (The Magnificent Seven, John Sturges, 1960), compuesta por Elmer Bernstein; La conquista del oeste (How the West Was Won, Georges Marshall, Henry Hathaway y John Ford, 1962), a cargo de Alfred Newman; el espíritu romántico de Danza con lobos (Dance with wolves, Kevin Costner, 1990) por John Barry o el ánimo épico de Los imperdonables (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992) de Lennie Niehaus, ofrecen un itinerario de las transformaciones musicales experimentadas por este género, que la OSX ejecuta en el popurrí Great Western para transportarnos a épocas fílmicas marcadas por la esperanza sostenida en la potencia de los individuos frente a lo inconmesurable.
Este viaje culmina con Pirates Suite de Hans Zimmer (Piratas del Caribe en el fin del mundo/Pirates of the Caribbean: At World’s End, Gore Berbinski, 2007), obra en la cual se reafirma la habilidad del compositor para plasmar los desplazamientos sensitivos del cine y modular las respuestas del receptor, a través del dinamismo de una banda sonora con las cualidades suficientes para hacernos andar junto con los protagonistas y transmitir la urgencia, el riesgo, la osadía o la pasión impresa en las tonalidades que determinan el ritmo de la acción. Zimmer también destaca por su participación en La roca (The Rock, Michael Bay, 1996), Gladiador (Gladiator, Ridley Scott, 2000), El último samurái (The Last Samurai, Edward Zwich, 2003), Batman: El caballero de la noche (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008) o Interestelar (Interstellar, Christopher Nolan, 2014), por referir sólo aquellos trabajos donde el plano sonoro tiene un papel preponderante en el arco tensional de la trama.
Cierro recordando la concepción de Sergei Eisenstein sobre el pensamiento del montaje fílmico y de la música como parte indispensable en la “forma de sentir y resolver el mundo ‘orgánico’ diferenciadamente”, representada por el cine. Las películas nos dan la pauta para habitar otros cosmos, acudiendo a esa “máquina instrumento que actúa de una manera matemáticamente perfecta” (La forma del cine, 32). Y el sonido es el vehículo idóneo para emprender el camino tras la señal de lo epifánico en la pantalla grande. Así que aquí estamos, esperando que las luces se apaguen para asistir a un encuentro con el cine, al lado de la OSX y su espléndido director invitado, Gaétan Kuchta.
Dra. Raquel Velasco
Instituto de Investigaciones Lingüístico – Literarias
Universidad Veracruzana