Malher / Schonberg 24/03/21

Axel Juárez | Xalapa
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A finales del siglo XIX, Europa se encontraba poseída musicalmente por la influencia de Beethoven, que supo imprimir en su obra buena parte del ethos del siglo: unos ideales libertarios, los mismos que fueron fraguados en la Revolución Francesa. Estamos en el contexto de una Europa melómana donde nacían nuevos espacios, prácticas y actores musicales. A mediados del siglo XIX, las avanzadas comunicaciones e interconexiones europeas habían permitido una inusitada fluidez en el correo postal y los viajes, situación que fue determinante para la difusión de conciertos y el intercambio de partituras en toda Europa. Gustav Mahler (1860-1911) nació en esa coyuntura en el Reino de Bohemia, antiguo Imperio Austriaco. Fue hijo de una madre sensible y de un padre maltratador que, no obstante, lo apoyó en su temprana formación musical. Los Mahler vivían cerca de una plaza que permitió al pequeño Gustav familiarizarse con desfiles y música de bandas. A los diez años ya era considerado un Wunderkind, un niño prodigio. En 1875 fue aceptado como alumno del Conservatorio de Viena, donde se distinguió como pianista, pero teniendo a la composición como su principal actividad. Fue parte de una generación inspirada por la creciente influencia de Richard Wagner (1813-1883), cuya música descubrió rápidamente al llegar a Viena.

Viena, desde el siglo XVIII, se había erigido como una ciudad musical gracias a la Casa Real austríaca de los Habsburgo, dinastía muy arraigada a la música. La corte de Viena había logrado atraer a los compositores más notables: Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven y Joseph Haydn. Para finales del siglo XIX, Viena ya era un crisol intelectual y artístico: Freud recién había inventado el psicoanálisis –Mahler fue su paciente en el verano de 1910–, Gustav Klimt reinventaba el simbolismo en la pintura… artistas de toda índole daban forma y sentido a vanguardias que se alzaban contra las convenciones oficialistas del arte. Los artistas e intelectuales vieneses poblaban los cafés –tan importantes para la difusión de ideas y noticias–, establecimientos que se habían convertido en verdaderas instituciones del hedonismo y la conversación. En ese gran finale de siglo, convulso e interconectado –al que se ha llamado fin de siècle– Mahler se vio obligado a trabajar como director de orquesta para ganarse la vida. En este oficio se destacó considerablemente: a los veintitrés años ya dirigía conciertos exitosamente, a los treinta y uno fue nombrado Director de la Ópera de Hamburgo, y a los treinta y siete se gana, al fin, uno de los puestos musicales más deseados de Europa y el más importante de Austria: es nombrado director de la Hofoper, la Ópera de la Corte de Viena (ahora Ópera Estatal de Viena). Poco después, sus orígenes judíos se conviertieron en un problema para mantener el cargo, debido al antisemitismo que iba contaminando a Austria. Una de las opositoras más rabiosas al cargo de Mahler era la viuda de Richard Wagner: Cósima Wagner, que desde Bayreuth (ciudad epicentro del círculo de poder wagneriano hasta la actualidad) tomaba parte en muchas de las decisiones musicales de Europa. El tesón de Mahler, con ayuda de un par de personas cercanas a Cósima, consiguió convencerla de su idoneidad para el cargo y de ser, con toda probabilidad, el mejor intérprete de las obras de su difunto esposo. Posteriormente, Mahler se convirtió al catolicismo. El creciente éxito y la febril actividad de director de orquesta sólo le deja libre los veranos, a los que consagra su pasión: componer. Lo hace inspirado en largos paseos en las montañas del sur de Austria; para Mahler, el contacto con la naturaleza es primordial. Buena parte de su vida transcurrirá entre la composición y la dirección. Mahler fundó la figura moderna del director de orquesta, enérgico en su gesticulación y en exigencias a los músicos. Impuso nuevas prácticas como la penumbra en la sala de conciertos –en contra de las costumbres vienesas, donde se iba a la ópera para ver y ser visto–. Así, con profundos cambios musicales y escénicos, terminará cumpliendo el sueño de su amado Wagner (que da sentido a la “obra de arte total”): la necesidad de que música y escena terminen fundidas en un solo acto creador.

Mahler abrevó de Wagner la fuerza y exuberancia orquestal, las frases largas sostenidas por la cuerda, la arquitectura grandiosa y sentimental. Ambos estuvieron profundamente influenciados por Beethoven y su Novena Sinfonía y, por el uso de la poesía para significar a la música. Beethoven había utilizado la poesía alemana de Schiller para inmortalizar su Novena y Wagner recurrió a la poesía épica alemana de la Edad Media para construir su monumental Anillo del Nibelungo. Mahler, en cambio, encontró la inspiración adecuada para apuntalar su religiosa Segunda Sinfonía (1888-94) en una colección de poesías y cantos populares alemanes llamada Des Knaben Wunderhorn (El cuerno milagroso del muchacho). Por aquella época, en 1893, Mahler había sido nombrado Director coral y musical del Teatro Real de Kassel, Alemania; el puesto, subordinado a un antipático maestro de capilla, le permitió algunos triunfos musicales. Sentimentalmente, su periodo en Kassel, no fue del todo grato: una pasajera relación con la soprano Johanna Richter lo sumió en la tristeza y el desasosiego amoroso. En una carta fechada el 1 de enero de 1885, le cuenta a su mejor amigo, Friedrich Fritz Lohr, su último encuentro:

«Pasé la noche de ayer con ella a solas, ambos esperando en silencio la llegada del año nuevo. Sus pensamientos no estaban en el presente, y cuando el reloj dio la medianoche y lágrimas brotaron de sus ojos, me sentí terrible porque no me fue permitido secarlos. Entró en la habitación contigua y se quedó un momento en silencio junto a la ventana, y cuando regresó, llorando en silencio, una sensación de inexpresable angustia surgió entre nosotros como una infinita pared divisoria, y no había nada que pudiera hacer más que estrechar su mano y retirarme. Cuando salí, las campanas sonaban y un coral solemne se escuchaba desde la torre».

Mahler, como buen (pos) romántico, sublimó sus emociones en la creación y le dedicó a Johanna una serie de seis poemas inspirados en Des Knaben Wunderhorn, de los cuales eligió posteriormente cuatro para componerlos como lieder, en la mejor tradición de Franz Schubert. Así nació su primer ciclo orquestal de canciones: Lieder eines Fahrenden Gesellen (1884-1885), o “Canciones para un compañero de viaje”. Estas canciones pertenecen, estéticamente, al primer periodo compositivo de Mahler, donde sus canciones y sinfonías –marcadamente programáticas– están íntimamente ligadas. Según el historiador musical español Federico Sopeña, para Mahler «Desde los Knaben Wunderhorn hasta La canción de la tierra el ‘lied’ es el depositario de la más genial novedad. Mahler hereda de Schubert la estética de concentración típica del ‘lied’, y está muy a tono con su tiempo en el interés y en el cariño por lo popular, pero todos los grandes temas románticos se ven a través de una especial y simbólica desolación. Los Lieder eines fahrenden Gesellen nos dan ya esa tónica unida a algo tan nuevo como importante: lo que había sido el piano para Schubert, para Schumann, lo es ahora la orquesta para Mahler, una orquesta que, al revés de la wagneriana, procede por individualización tímbrica».

Originalmente escritas para voz y piano, las Lieder eines Fahrenden Gesellen, fueron arregladas para orquesta de cámara en mayo de 1921 por el vienés Arnold Schönberg (1874-1951), quien es considerado, junto con Stravinsky, una de las figuras más importantes y trascendentes de la música del siglo XX. La educación musical de Schönberg comenzó con clases de violín cuando tenía ocho años, pronto empezó a componer de manera libre e imitando las partituras de duetos de violín que usaba para su aprendizaje. Arreglaba, de oído, todos los sonidos que lo atraían, especialmente melodías operísticas y música de banda militar. Fue un gran autodidacta que aprendió por sí mismo el violoncello y que junto a dos de sus mejores amigos, David Josef Bach y Oskar Adler, formaron un ensamble amateur que les permitió explorar el repertorio de la música de cámara. A los quince años de edad sufrió la muerte de su padre y tuvo que ayudar en la economía familiar empleándose como aprendiz en un banco de Viena. En esa época se unió a una orquesta de aficionados donde conoció al que sería su gran amigo y el único maestro constante que tuvo: Alexander von Zemlinsky (1872-1942). El perfeccionamiento musical y compositivo de Schönberg se debe al meticuloso estudio que hizo de grandes maestros: Bach, Mozart, Brahms, Wagner y Mahler. En 1902, Schönberg entabló una relación personal con Mahler, cosas importantes los unían: Viena, el gusto y respeto por Wagner, la pasión de componer. Mahler quedó muy impresionado con las capacidades musicales de Schönberg y se convirtió en una especie de protector, económico y musical; mientras la admiración –posteriormente conflictiva– de Schönberg a su mecenas aumentaba. Mahler no estaba muy de acuerdo en las cuestiones musicales y estéticas que Schönberg proponía, enseñaba y aplicaba en sus obras, pero se tenían un profundo respeto como compositores. En sus últimos días, agónicos, una de las frases que repitió Mahler un par de ocasiones fue: «¿quién se va a ocupar ahora de Schönberg?» La generación inmediata a la muerte de Mahler, la llamada Segunda Escuela de Viena, fue liderada por Schönberg y sus alumnos, especialmente Alban Berg y Anton Webern, conformando la llamada Trinidad vienesa.

Noche Transfigurada (Verklärte Nacht), Op. 4 (1899) es un apasionado y extraordinario sexteto de cuerdas que sigue la tradición de la música programática, como algunas de las composiciones de Beethoven y Mahler. Schönberg se inspiró en el poema homónimo, del poeta alemán Richard Dehmel (1863-1920), creando así un “poema sinfónico”. Según Guido Salvetti, Schönberg «se había formado en la Viena del debate entre wagnerianos y brahmsianos: el ‘poema sinfónico’ para sexteto de cuerda Verklärte Nacht (Noche transfigurada, 1899, transcrito posteriormente para orquesta en 1917) podía considerarse un encuentro entre la solidez constructiva de Brahms y la tensión armónica y expresiva de Wagner. Esta posición intermedia entre ambas tendencias puede deberse también al ejemplo de Alexander Zemlinsky, su maestro, apenas tres años mayor que él, con quien había tomado clases en el período 1895-1900». En esta obra, Schönberg incorporó los elementos por los que será identificada la Segunda Escuela Vienesa como: la armonía cromática expresiva, el uso de leitmotivs, transformación temática, y efectos tímbricos llamativos. De esta combinación atípica recuerda Josep Auner: «la forma que tenía Schönberg de abordar cada uno de estos elementos tomados por separado no marcaba un cambio radical con respecto a la música de sus predecesores, pero, al articularlos todos simultáneamente, traspasó los límites de lo que muchos consideraban buen gusto».
El 23 de noviembre de 1918, Schönberg fundó, junto a colegas y alumnos, una “Sociedad para interpretaciones musicales privadas”, institución de avanzada que se encargaría de difundir la música moderna y brindar al público la posibilidad de familiarizarse con ella. Para este fin, Alban Berg redactó en 1919 un proyecto donde aclara las condiciones de tremenda empresa: «las interpretaciones deben ser de alta calidad y, por lo tanto, bien ensayadas; las obras deberían repetirse en otras sesiones para que los oyentes tengan varias oportunidades de escuchar algo nuevo; que todas las actividades se realicen sin la ‘influencia corruptora de la publicidad’». Las obras elegidas para estos novedosos recitales contemplaban autores como: Bartók, Berg, Busoni, Debussy, Ravel, Reger, Schönberg, Scriabin, Stravinsky, Szymanowski, Webern, Wellesz, Zemlinksy y, por supuesto, Gustav Mahler. La música de Mahler y la de Schönberg fue determinante en la transición musical del siglo XIX al XX. Según el melómano, poeta y ensayista mexicano Luis Ignacio Helguera:

«La sociedad europea del siglo XIX había sufrido una serie de cambios sociales, económicos, políticos, ideológicos, tecnológicos y estéticos tan profundos que no pudieron menos que afectar a un arte incluso tan abstracto como el musical. La revisión crítica y transformación de los conceptos rectores de la construcción musical que se llevó a cabo alrededor de la última década del siglo XIX fue integral: abarcó prácticamente todos los renglones de la composición, desde la instrumentación y las formas musicales hasta las concepciones de la melodía, el ritmo o la expresión. Pero la crisis más profunda y la reforma más radical tuvieron lugar en el campo de la armonía, es decir, en el dominio de la formación y el enlace de los acordes. El viejo edificio tonal –cuyo principio básico es que cada composición se construye sobre una tonalidad determinada–, edificio que dominó el discurso musical del barroco, el clasicismo y el romanticismo, y que parecía tan incuestionable como la ley de la gravitación universal, pareció derrumbarse causando un descontento semejante a la formulación de la teoría de la relatividad».

La revolución vienesa que representó la música de Mahler y Schöenberg en Austria, continuó con Debussy en Francia, Strauss en Alemania, Scriabin en Rusia, Janácek en Checoslovaquia, Charles Ives en Estados Unidos. Con la diversidad creativa de estos compositores el siglo XX imprimió su caótico eclecticismo en la música, la que ahora llamamos contemporánea, a la que debemos el rico pluralismo musical que puebla nuestra modernidad.

Axel Juárez