Stravinsky / Bloch 03/03/2021
El periodo transcurrido entre la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la Segunda (1939-1945) tuvo importantes implicaciones en el mundo musical occidental; las composiciones surgidas en este periodo son conocidas como “música de entreguerras”. Con los ánimos cargados en torno a lo político se renovaron diversas formas culturales; ciudades como París reunían a artistas de todo el mundo, propiciando las vanguardias y las fusiones culturales. De la mano de compositores modernistas que seguían la estela de Igor Stravinsky (1882-1971) surgió un ecléctico periodo creativo conocido como neoclasicismo. Mediante el uso consciente de técnicas, gestos, estilos, formas o medios de un periodo anterior se dejó entrever una fusión entre lo clásico y lo contemporáneo. En algunas artes se retomó el mundo de la Grecia y Roma antiguas, en la música se exploraron las formas barrocas y del clasicismo del siglo XVIII. Algunos compositores buscaron inspiración en la música popular para hallar nuevas formas de expresión. Los compositores neoclásicos rechazaban el estilo musical imperante en pos de un estilo anterior, más auténtico, relevante, clásico. Esto sucedió con los compositores franceses de principios del siglo XX (a los que se unió posteriormente Stravinsky) al repudiar la música romántica, pues desde su punto de vista, ésta había abandonado unas virtudes "clásicas" para regodearse en el exceso, la oscuridad y la subjetividad germánicas. La estética neoclásica intentó, de esta manera, atravesar una brecha cultural y temporal para recuperar o revivir un pasado modélico, dejando listo el terreno para los artistas modernos al devaluar los estilos intermedios.
Buena parte del genio y el éxito de Stravinsky se afincaba en su comprensión de la tradición y de la necesidad de su reinvención. Sus primeros estudios musicales importantes fueron guiados por Nikolai Rimsky-Korsakov, de quien Stravinsky aprendió la imaginación para el color instrumental, posteriormente asimiló y aprendió de geniales coloristas como Debussy y Ravel. Pero además asimilaba, de antiguos maestros, sus formas, el uso de los materiales sonoros, de los juegos melódicos y las audacias armónicas. Para Stravinsky, la tradición tenía que ser algo vivo, candente, que atizara las composiciones del presente. Así lo aclara en su “Poética musical” (Acantilado, 2006): «La tradición es cosa distinta del hábito, por excelente que éste sea, puesto que el hábito es, por definición, una adquisición inconsciente que tiende a convertirse en una actitud maquinal, mientras que la tradición resulta de una aceptación consciente y deliberada. Una tradición verdadera no es el testimonio de un pasado muerto; es una fuerza viva que anima e informa al presente. En este sentido es cierta la paradoja que afirma graciosamente que todo lo que no es tradición es plagio…».
El escritor Milan Kundera, quien estudió musicología y composición, sintetiza en su Improvisación en homenaje a Stravinski, contenido en “Los testamentos traicionados” (Tusquets, 1993) la mudable e iconoclasta trayectoria de Stravinsky: «Lo hizo todo para sentirse como en su casa: se detuvo en todas las estancias de esa casa, recorrió todos sus rincones, acarició todos los muebles; pasó de la música del antiguo folclore a Pergolesi, que le brindó Polichinela (1919), a los demás maestros del barroco sin los cuales su Apolo Musageta (1928) sería impensable, a Chaikovski, cuyas melodías transcribió en El beso del hada (1931), a Bach, quien apadrina su Concierto para piano e instrumentos de viento (1924), su Concierto para violín (1931) y cuyas Choral Variatíonen über Vom Himmel hoch (1956) reescribió, al jazz, que homenajea en Ragtime para once instrumentos (1918), en Piano-Rag-Music (1919), en Preludio para conjunto de jazz (1937) y en Ebony Concerto (1945), a Pérotin y otros antiguos polifonistas, que inspiran su Sinfonía de los salmos (1930) y sobre todo su admirable Misa (1948), a Monteverdi, a quien estudió en 1957, a Gesualdo, cuyos madrigales transcribió en 1959, a Hugo Wolf, de cuyas canciones hace un arreglo (1968), y a la dodecafonía, ante la cual había manifestado cierta reticencia, pero en la que, por fin, después de la muerte de Schönberg (1951), reconoció una más de las estancias de su hogar»
Stravinsky había transformado radicalmente la historia de la música a partir de 1910, cuando escribió El pájaro de fuego para los Ballets Rusos del empresario Sergei Diaghilev, imponiendo su estilo en la escena musical: un excitante juego de policromías sonoras, impulsos rítmicos que lograban intensidades extáticas, e interesantes disonancias. Al éxito conseguido con el primer ballet, le siguieron Petrushka (1911) y La consagración de la primavera (1913). Esta trilogía de ballets representa una de las cotas más altas en la vanguardia musical. En su largo recorrido estilístico, Stravinsky retomó este género en diversas ocasiones. El ballet Apollon musagète (1928) es considerado como el apogeo de su periodo neoclásico. Prueba de ello es el tema elegido, donde personajes y situaciones de la mitología griega dan vida a una historia que mezcla danza y poesía. Ocho años después de su estreno, Stravinsky publicó su autobiografía , donde explicó el origen de la obra y las decisiones que tomó al respecto:
«Por aquella época la Biblioteca del Congreso de Washington me encargó la composición de un ballet para un festival de música contemporánea que incluiría la producción de varias obras escritas especialmente para la ocasión. La generosa mecenas estadunidense, la señora Elizabeth Sprague Coolidge, se había comprometido a sufragar los gastos de estas producciones artísticas, yo tenía libertad absoluta en cuanto al tema y sólo estaba limitado en cuanto a la duración, que no debía exceder de media hora debido al número de músicos que tenían que ser escuchados en el festival. Esta propuesta me encajó maravillosamente, ya que, como estaba más o menos libre en ese momento, me permitió llevar a cabo una idea que me había tentado durante mucho tiempo: componer un ballet fundado en momentos o episodios de la mitología griega interpretados plásticamente por la escuela de la danza clásica. Elegí como tema Apollo musagète, que es Apolo como maestro de las Musas, inspirando a cada una de ellas con su propio arte. Reduje el número a tres, seleccionando a Calíope, Polimnia y Terpsícore como las mejores representantes del arte coreográfico. Calíope, al recibir el lápiz y las tablillas de Apolo, personifica la poesía y su ritmo; Polimnia, dedo en los labios, representa la mímica. Como nos dice Casiodoro: ‘Esos dedos que hablan, ese elocuente silencio, esas narraciones en el gesto, se dice que fueron inventadas por la Musa Polimnia, queriendo demostrar que el hombre podía expresar su voluntad sin recurrir a las palabras’. Finalmente, Terpsícore, combinando en sí misma tanto el ritmo de la poesía como la elocuencia del gesto, revela la danza al mundo, y así entre las Musas ocupa el lugar de honor junto a las Musagetes».
Ernest Bloch (1880-1959) fue un compositor y docente de origen suizo, nacionalizado estadunidense. Estudió violín, solfeo y composición en Ginebra. Posteriormente, se trasladó a Bruselas, Bélgica, donde estudió música de cámara, además de tomar clases de violín con el legendario Eugène Ysaÿe. Al concluir sus estudios, se afincó en París entre 1903 y 1904, tiempo en el que asimiló el estilo del impresionismo francés y en el que conoció a Debussy, quien lo animó a seguir componiendo. En los años veinte, la influencia del neoclasicismo de Stravinsky se dejó escuchar en sus obras. En esa tónica, siendo maestro del Instituto de Música de Cleveland en 1924, quiso demostrar a sus alumnos que era posible incorporar principios musicales antiguos –como los de Arcangelo Corelli (1653-1713) y Georg Friedrich Händel (1685-1759)– en una obra moderna. Las ideas fluyeron y retomando la antigua estructura barroca del concerto grosso escribió su Concierto Grosso No. 1 (1925), convirtiéndose en la primera de una serie de obras neoclásicas en su repertorio. Su hija, Suzanne Bloch (1907-2002), también músico, recuerda el nacimiento del primer Concerto Grosso en su libro “Ernest Bloch: Creative Spirit” :
«En 1924 mi padre, quien completaba sus obligaciones como director del Instituto de Música de Cleveland impartiendo varias clases magistrales de composición, así como dirigiendo tanto el coro a capella como la Orquesta de cuerdas, se preocupaba por algunos de sus estudiantes que habían expresado dudas sobre la validez de la tonalidad y la forma en la música contemporánea. Algunos de ellos, incapaces de distinguir la diferencia entre terceras mayores y menores pero componiendo efectos disonantes toqueteando el piano, puesto que no podían distinguir sonidos fuera del piano, se mostraron escépticos cuando Bloch les dijo que aún se podía escribir música original y llena de vida con recursos que han existido durante mucho tiempo. Sentía que tenía que probar su punto.
Así, en la noche, escribió un Preludio para cuerdas y nos pidió a algunos estudiantes que copiáramos las partichelas de la partitura. El día del ensayo de la orquesta llegamos aún agitando en el aire las partichelas empapadas de tinta y nos sentamos a leer la pieza. Bloch nos dirigió con una amplia sonrisa. Era un momento emocionante. El Preludio, con su vida rítmica, fue realmente conmovedor y todos tocamos con entusiasmo. Al final toda la orquesta gritó de alegría, también lo hicieron los jóvenes compositores que estaban presentes. Bloch dijo: “¿Qué piensan ahora? ¡Esta pieza tonal no tiene ni un solo ruido o armonía nuevas, sólo notas anticuadas!” De esa manera nació el primer Concerto Grosso. Escribió el Canto fúnebre para hacer un fuerte contraste con el Preludio. Luego, recordando temas que había apuntado en 1899 a los 19 años, para una posible y nunca escrita ‘Suite de danzas suizas’, compuso la Pastoral. Estaba especialmente satisfecho con la transición, adorablemente corta, entre el Canto Fúnebre y la Pastoral. Con ello me explicó la magia y la función de la falta de armonía. Cuando decidió terminar esta obra con una Fuga, de nuevo se propuso seguir el esquema de una fuga clásica sin ninguna ‘novedad’ o efecto especial alguno. Sin embargo, el tema de fuga que escribió es típicamente blochiano, con saltos de séptimas que le dan un toque personal.
Trabajaba arduamente en la sala de nuestro departamento y un día lo escuchamos gritar: “¡Marguerite (mamá), niños, vengan acá!” Lo encontramos feliz con el stretto de la Fuga casi terminado, cuando el tema llega al doble de lento en los primeros violines. Estaba tan contento con su Fuga, como un niño, y nos dijo seriamente: ‘creo que este trabajo podría ser publicado algún día y tocarse en las escuelas’. Él no tenía idea de que su obra llegaría a ser parte del repertorio orquestal habitual. A medida que la obra se siguió tocando a través de los años, mientras las modas musicales iban y venían, se fue sintiendo más satisfecho de que había probado su punto».
Axel Juárez