Haydn 10/03/2021

Axel Juárez | Xalapa
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En el arte musical la tradición va más allá de un simple canon de obras que, una vez consagradas, se reproducen o resignifican hasta el cansancio. La tradición, en el caso de la música clásica, implica profundas concepciones del mundo social y sonoro que le dan forma y sentido a la música de nuestro tiempo. Los aires de familia sonoros, determinan diversos estilos y sirven de guías orientadoras para musicólogos y estudiosos de la música, resultando por ejemplo en las consabidas periodizaciones historiográficas: medieval (siglos V-XV), renacimiento (siglos XV-XVI), barroco (siglos XVII-XVIII), clasicismo (siglos XVIII-XIX), romanticismo (siglo XIX) y contemporáneo o modernista (siglo XX). Cada periodo ha tenido referentes fundamentales –naturalmente no sólo en la música– que articulan diversas formas de expresión. Pero, muy probablemente, la tradición del siglo XVIII es la que más ha marcado nuestra concepción actual de “música clásica”, y que tan profundamente ha moldeado el oído musical de generaciones enteras. La tradición clásica está fuertemente representada por los compositores Haydn y Mozart, y por la fórmula estructural conocida como forma sonata.

Franz Joseph Haydn (1732-1809) nació en Rohrau (Austria) en una familia de carreteros. Al igual que Mozart, demostró un tempranísimo talento musical: su primera formación, auspiciada por un primo músico, comenzó a los cinco años. A partir de los diecisiete, después de ser expulsado –por el natural cambio de voz– del coro de niños de la Catedral de San Esteban en Viena, que en el futuro se llamaría Niños Cantores de Viena, pasó una intensa época de pobreza y estudios autodidactas. Se buscó la vida con ahínco, aceptando todo tipo de trabajos musicales, hasta que a los veintiséis años, durante un breve periodo como director de la orquesta de un conde, escribió su primera sinfonía. Un par de años después, en 1761, pudo ver recompensados sus esfuerzos al convertirse en asistente de director de orquesta y compositor de la Corte, rica y melómana, del príncipe húngaro Paul Antal Esterházy. Haydn vivió y trabajó en esta corte durante treinta años, tiempo suficiente para convertir el conjunto instrumental de Esterházy, operístico especialmente, en uno de los mejores de Europa. En el cenit de la fama, su camino se cruzó pronto con el del joven Mozart, naciendo entre ellos una profunda amistad y admiración mutua. Prolífico en sus composiciones, Haydn llegó a firmar, tan sólo en el género de la Sinfonía, 106 obras.

El origen de Las Siete últimas Palabras de Cristo en la Cruz, Hob. XX:1 (1785-6) ha sido objeto de controversias, incluso entre reconocidos historiadores musicales. Parte de la confusión se debe a las diferentes versiones que existen y a su datación, desde una versión para cuarteto de cuerdas hasta alguna para cuatro voces y orquesta. En algunas de ellas encontramos frases recitadas al comienzo de cada movimiento, donde un narrador lee fragmentos de las últimas palabras de Cristo en la cruz, tal como aparecen en los Evangelios . Para ciertos autores, la obra estaría catalogada dentro de los cuartetos de cuerda, para otros dentro de los oratorios o incluso dentro de las obras orquestales de Haydn. Sorprende, hoy en día, conocer que el solicitante original de la música era un clérigo de origen veracruzano, que por demás no escatimaba en gastos para honrar sus creencias religiosas. La historia reza que Haydn, en sus años cincuentas –una época donde ya no estaba obligado a escribir para la corte del príncipe Esterházy– fue sorprendido con una petición atípica enviada desde Cádiz, España. Para abonar a la ya citada confusión, en el documento que da fe del encargo de la obra a Haydn se menciona la palabra “catedral”, cuando ahora sabemos que la institución destinataria era el Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz. Es probable que los mediadores encargados de la petición a Haydn, hayan referido la Catedral para hacer más atractivo el encargo. Historiadores y musicólogos actuales, mejor informados, han dado cuenta precisa del contexto; así, Marcelino Díez Martínez nos dice respecto al origen de la obra que, aunque fue un hecho bastante conocido «aparece con frecuencia enmarcada en un cúmulo de circunstancias imprecisas o erróneas que se vienen repitiendo sin suficiente base crítica. Uno de los errores más difundidos es relacionar el encargo y estreno de la obra con la catedral de Cádiz, vinculación que resulta insostenible tras el estudio de las circunstancias en que se desenvolvía la música catedralicia por aquellas fechas. Los testimonios más fehacientes conducen a la conclusión de que este hecho singular se produjo en el oratorio de La Santa Cueva, promovido por dos personalidades ilustradas de la nobleza gaditana ».

Respecto a la confusión del origen, el interés y las pesquisas del pintor e historiador orizabeño Salvador Moreno Manzano (1916-1999), arrojaron luz en la segunda mitad del siglo XX al desvelar datos precisos del contexto en el que se encargó la obra. Moreno Manzano visitó Cádiz y el Oratorio de la Santa Cueva, en 1952. Atraído por el origen veracruzano del religioso fundador del Oratorio, buscó al cronista de la ciudad y pudo consultar diversos archivos históricos que dan cuenta de su origen, datos relevantes dada la oscuridad biográfica de este personaje: «José Sáenz de Santa María nació en Veracruz el 25 de abril de 1738. Fue hijo de don Pedro Sáenz de Santa María y de doña Ignacia Sáenz Rico, ambos de la nobleza de La Rioja española. Al morir su madre en Veracruz el año 1750, su padre lo trajo a España. A los veintitrés años de edad, por privilegio especial fue ordenado sacerdote (por el célebre obispo de Cádiz don Fr. Tomás del Valle). Vivió en Madrid algunos años y volvió a Cádiz donde pasó el resto de su vida hasta su muerte, el 26 de septiembre de 1804. El 17 de abril de 1783 fue inaugurada la Santa Cueva, para la que 'expidió dicho Señor sumas considerables en su adorno y funciones, siendo entre estas sumamente notables las de las tres horas, que costeó muchos años y que se hicieron famosas en todo el reino'. Dos años más tarde, en 1785, Haydn escribió por encargo de esta congregación y para servicio de ella sus Siete palabras ».

Para la segunda mitad del siglo XVIII, Cádiz se había convertido en una importante ciudad comercial, con una notable población burguesa y aristócrata, ávida de novedades y esnobismos. Entre los melómanos gaditanos de la época, destacaban Gaspar de Molina y Zaldívar, marqués de Ureña (1741-1806) y Francisco de Paula Miconi y Cifuentes, marqués de los Méritos (1735-1811) quien mantuvo una amistosa relación epistolar con Haydn. Ambos marqueses melómanos fueron los intermediarios del encargo a Haydn de la particular obra. La solicitud provenía de otro rico marqués, el sacerdote veracruzano José Sáenz de Santa María, marqués de Valde-Íñigo (1738-1804) quien dirigía la aristocrática Hermandad de la Santa Cueva de Cadiz. Heredero de una gran fortuna, el veracruzano decidió invertirla en la reconstrucción y ornamentación de la iglesia a su cargo, para este fin se solicitaron obras del gran pintor y grabador Francisco de Goya (1746-1828) –quien realizó para este fin El milagro de los panes y los peces, La Parábola del invitado a las bodas y La Santa Cena–. Al embellecimiento arquitectónico y pictórico de la Santa Cueva se sumó el musical. Se le encargó a Haydn una serie de piezas para musicalizar el rito de las Tres Horas, surgido el siglo anterior, y celebrado cada Viernes Santo por la Hermandad. El bibliotecario y musicólogo español José Carlos Gosálvez Lara, da cuenta de esta curiosa historia y de la respuesta de Haydn:

«Al recibir esa extraña solicitud de ‘los señores de Cádiz’, el austriaco confesó su absoluta ignorancia sobre el rito al que su obra sería destinada, la llamada ‘Devoción de las tres horas’. Este desconocimiento resultaba lógico, ya que dicho ritual, consistente en la lectura y meditación sobre las últimas siete palabras de Cristo, apenas era conocido fuera del ámbito de España y sus colonias, donde la tradición había surgido en el siglo anterior. Haydn abordó la obra en forma de siete sonatas, intercaladas entre los textos, cada una de ellas aproximadamente de siete u ocho minutos de duración. Venían precedidas de una introducción y finalizaban con un ‘terremoto’. Usando sólo instrumentos el compositor trataba de aludir al contenido de los textos, a cada una de las palabras de Cristo, logrando con gran eficacia suscitar una profunda emoción en el alma del oyente ».

Uno de los primeros biógrafos de Haydn, Albert Christoph Dies (1755-1822), tuvo acceso al documento enviado al compositor desde Cádiz, lo que le permitió relatar con precisión el encargo de Las Siete Palabras. Fue en aquél documento donde se habla de la Catedral en lugar de la Santa Cueva, en palabras de Marcelino Díez, el texto debió haber sido redactado según instrucciones precisas procedentes de Cádiz «[…] y hasta es posible que en tales instrucciones se hablase de la Catedral, del Obispo, del púlpito, etc., y no del pequeño oratorio al que iba destinada la obra, para hacer más sugestivo el encargo a Haydn; en cualquier caso lo cierto es que por aquellos años no existía en la catedral de Cádiz la costumbre de celebrar en la Cuaresma la función religiosa que con tanto detalle se describe en el documento ». La descripción de Albert Dies ilustra muy bien el uso que se le tenía que dar a la música para acompañar el rito de las Tres Horas:

«Haydn recibió una carta en Latín de un canónico de la catedral de Cádiz en España. Lo que solicitaban de Haydn era un solemne oratorio para el Viernes Santo. La ceremonia dentro de la cual se interpretaría el oratorio venía descrita con todo detalle, y se le pedía a Haydn que lo tuviera en cuenta. Ellos habían reflexionado largamente acerca del texto, llegando a la conclusión de que ninguno más adecuado que las últimas palabras que pronunció el Redentor en la Cruz. Haydn debería iniciar la obra con una introducción que anunciara la ceremonia. Después un canónigo subiría a un púlpito expresamente erigido en la Catedral, pronunciaría con sentida expresión el Pater dimitte illis, […] y lo comentaría con un sermón (que duraría como máximo diez minutos); después bajaría del púlpito para arrodillarse ante una imagen de Crucificado de tamaño natural levantada en el centro. Aquí comenzaría el primer Adagio, que (igual que todos los demás) duraría como máximo diez minutos. Acabada la música, el canónigo se levantaría y subiría de nuevo al púlpito para platicar de nuevo brevemente como antes. Palabras y música alternarían así a lo largo de todo el oratorio. El final vendría con la representación musical del terremoto que siguió a la crucifixión. Toda la iglesia, incluyendo altares y ventanas, estaría cubierta con cortinas negras. Una única lámpara en el centro iluminaría el luctuoso lugar. El oratorio comenzaría al toque de campanas del mediodía. La iglesia, una vez no pudiera albergar más asistentes, se cerraría para el comienzo de la ceremonia […]. Esta detallada explicación honra a su autor español. Debe haber tenido la sensibilidad de un gran poeta para saber que unas breves palabras, dichas con expresión, pueden conmover el corazón; además, para que las palabras se entendieran con claridad, no serían cantadas sino recitadas, y después comentadas en un breve sermón. De este modo la música debía justamente mover los corazones, sumidos ya en una profunda compunción, y mantenerlos así. La leve iluminación de la capilla no ofrecería objeto alguna a la distracción, el Crucificado sería el único objeto visible sobre el que se debían fijar las miradas ».

Una intensa relación económica y cultural se fue fraguando desde el siglo XVI entre importantes ciudades españolas y de la Nueva España. Cádiz y Veracruz pertenecían a un circuito marítimo de trascendentes intercambios. Para algunos historiadores –especializados en ese periodo y en su dinámica musical– como el veracruzano Antonio García de León (1944–) el Caribe “nuclear” se conectaba con un Caribe “ampliado” gracias a una compleja red de puertos, embarcaciones y ciudades donde la música no era algo menor, incluso como mercancía . En su libro “Mis recorridos musicales alrededor del mundo” (FCE, 2017) el violoncellista mexicano Carlos Prieto (1937–) refiere algunos datos interesantes de Las Siete Palabras y su presencia en México: «En Nueva España se tocaban obras de muy diversos compositores europeos. Según Gabriel Saldívar, una factura de libros introducidos por Veracruz a fines del siglo XVIII incluía ‘doce sinfonías de Boccherini, dieciocho de Haydn, seis de Guardini, sinfonías y quintetos de Pleyel; sinfonías de Cañada, etcétera’. La Gaceta de México anunciaba en 1801 la venta de música de Haydn, Mozart, Boccherini y Kreutzer en una librería de la Ciudad de México. Asimismo, en la catedral de México se tocaron obras importantes de Haydn, entre ellas las Siete palabras de Cristo. De hecho, en los archivos catedralicios existen partes de orquesta de la primera edición de esa obra, cuyo título original es Sette Sonate, con una Yntroduzione, ed al fine un Terremoto (o sea, las siete palabras de Cristo en la cruz). Resulta interesante que un mexicano, el padre José Sáenz de Santa María, originario de Veracruz y residente en Cádiz, haya sido quien encargó a Haydn dicha obra, que se estrenó en Cádiz el viernes santo de 1787 ».

Los detalles requeridos para la representación de Las Siete Palabras muestran una preocupación por el cuidado y puesta a punto de una escena, de la preparación adecuada de un espacio para que la música se despliegue en todo su poder . La serie de oraciones que refieren a las Siete Últimas Palabras de Cristo en la Cruz, apuntalan inmejorablemente el dramatismo musical con el patetismo literario. Podemos estar ante un acontecimiento casi operístico, de naturaleza híbrida, entre música y literatura. En la Cádiz del siglo XVIII, había público melómano al tanto de las novedades e innovaciones musicales italianas. Entre ellas la ópera, género en donde pareció concentrarse la inventiva italiana durante un buen tiempo, perdiendo terreno en la música sinfónica y de cámara. Esto dio como resultado un antagonismo estético, ideológico, entre lo italiano y lo alemán, que fue arquetípicamente representado por Boccherini y Haydn. A pesar de ello existía admiración profunda entre ambos. En el pertinente artículo “Haydn visto por los españoles”, José Carlos Gosálvez Lara da en el núcleo sociomusicológico de esa coyuntura: «La música de Haydn fue signo de modernidad, en un momento en el que muchos querían ser reconocidos como modernos. Su equilibrio formal, su calidad técnica y refinada elegancia representaban magistralmente los principios estéticos del clasicismo, en el que un orden perfecto y sereno no estaba necesariamente reñido con un espíritu innovador. Proclamarse ferviente admirador de Haydn equivalía, en aquella época, a lanzar un mensaje implícito de entusiasmo por lo nuevo y por los cambios constructivos; una auténtica declaración de principios, y el testimonio de una identificación intelectual con los valores de la Ilustración que trascendía el mero ámbito de la música ». Haydn resolvió la cuestión de la estructura musical componiendo bajo la forma sonata las siete piezas enmarcadas por La Introducción y El Terremoto. Los textos bíblicos, vistos con ojo literario y con cierta sensibilidad poética, rezuman belleza también, la necesaria para hacer del híbrido música y literatura una de las cotas más altas en la obra de Haydn. Vale la pena leer las Palabras, estando atentos a la música. En su obra, Haydn experimenta magistralmente con lo que ahora llamamos música programática.


Sonata I
[Evangelio según Juan, XIX 17-18, Evangelio según Lucas, XXIII 33-34]
Junto con Jesús llevaban también a dos malhechores para ejecutarlos. Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera lo crucificaron a Él y a los malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda; mientras Jesús decía: Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt.
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.

Sonata II
[Evangelio según Lucas, XXIII 39-43]
Uno de los malhechores crucificado, insultándolo le dijo: ¿así que tú eres el Cristo? Entonces sálvate tú y sálvanos también a nosotros; pero el otro lo reprendió diciéndole: ¿no temes a Dios, tú que estas en el mismo suplicio? Nosotros lo tenemos merecido. Por eso pagamos nuestros crímenes, pero Él no ha hecho nada malo, y añadió: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Y respondió Jesús: Amen dico tibi: hodie mecum eris in paradiso.
En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso.

Sonata III
[Evangelio según Juan, XIX 25-26]
Junto a la cruz de Jesús estaba su madre y la hermana de su madre, y también María, esposa de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, al ver a la madre y junto a ella a su discípulo más querido, dijo: Mulier, ecce filius tuus, et tu, ecce mater tua!
Ahí tienes a tu madre, ahí tienes a tu hijo

Sonata IV
[Evangelio según Mateo, XXVII 45-46]
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde se cubrió de tinieblas la tierra. Cerca de las tres, Jesús gritó con fuerza: Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?
¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Sonata V
[Evangelio según Juan, XIX 28]
Después de eso, como Jesús sabía que ya todo se había cumplido.. y para que se cumpliera la Escritura, dijo: Sit io
Tengo sed
Había allí un jarro lleno de vino agridulce; pusieron en una cafia una esponja llena de ésta bebida y la acercaron a sus labios.

Sonata VI
[Evangelio según Juan, XIX 29-30]
Cuando hubo probado el vino, Jesús dijo: Todo está consumado
Consummatum est

Sonata VII
[Evangelio según Lucas, XXIII 44-46]
En el momento en que se ocultó el sol y todo el país quedo en tinieblas, la cortina del templo se rasgó por la mitad, la tierra tembló, las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron. Jesús gritó muy fuerte: Pater, in manus tuas commendo spiritum meum
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu
Y, al decir estas palabras, expiró.


Axel Juárez