Filippa Giordano 19/11/2021
La canción, el fenómeno que ha transformado la vida íntima de millones de personas, ha estado profundamente vinculado desde tiempos milenarios al amor, el más complejo, recursivo y universal de los sentimientos. La canción de amor se ha servido, una y otra vez desde sus orígenes, de géneros, instrumentos y lenguas para tratar de dar cuenta de los entresijos y claroscuros de un sentimiento que nunca cierra. Esto no es desdeñable si tomamos en cuenta que buena parte de la educación emocional que hemos recibido generacionalmente se la debemos a las canciones románticas. Para bien o para mal, la fuerza de los sonidos organizados ha quedado ligada a la palabra. La relación apasionada entre música y literatura está tan naturalizada en nuestra cultura que es fácil perder de vista sus poderosas implicaciones sociales. La canción de amor, trivializada tantas veces en nuestra modernidad, para muchas personas no alcanza el estatus de la alta cultura. Sin embargo, cuando el abatimiento y la soledad, o el galanteo y el éxtasis nos abrazan (o nos abrasan), la canción amorosa siempre está ahí para nosotros, presta a reflejar y potenciar nuestras pasiones, nuestros desencantos.
¿Qué vasos comunicantes existen entre las arias de ópera, el bolero y la música romántica para el cine? Tal vez la embriaguez irresistible de sus efectos. O la representación estereotipada de nuestras conductas errantes y repetitivas. Lo que es seguro es que el ingente repertorio que puebla a estos géneros musicales no tienen fecha de caducidad, como no la tiene el espectro sentimental que evocan. Un repertorio tan vasto y antiguo, tan conocido y emotivo, merece continuas revisiones desde todos los ángulos sonoros posibles: ahí caben las fusiones, las transgresiones y toda la imaginación musical de intérpretes, arreglistas y directores. Difícilmente puede existir una versión errada de una canción amorosa, si nos representa en su cosmovisión puede ser tan válida como las muchas formas de amar y ser amado.
Si hay un género romántico con vida al que hay que prestarle atención, por su hondo calado en Latinoamérica y en el mundo, ése es el bolero. Nació en el Caribe, pero sus orígenes se remontan a la contradanza inglesa del siglo XVI que, luego de pasar a Francia, es adoptada por la aristocracia, convirtiéndose en la contradanza francesa, la que viajó a las colonias del Nuevo Mundo. En 1791, como resultado de la gran emigración haitiana, los franceses y algunos de sus esclavos huyeron a puntos nodales de la historia de la música: Nueva Orleans y Cuba. Las fusiones entre la música francesa y la cubana de los indios siboneyes y taínos dio origen a la contradanza cubana, la danza afrocubana, las habaneras, el danzón y el bolero . Aquellos rítmicos resabios coloniales han quedado plasmados en sones y danzones que bien pueden apreciarse en el Cascabel, el Guateque y Nereidas.
El polifacético bolero siempre se supo adaptar y mezclar con los ritmos de los lugares a donde llegó, como la ranchera mexicana o el son. Con la influencia norteamericana en el Caribe, y viceversa, el sonido de las big bands influyó en las orquestaciones del bolero, la traducción de canciones al inglés y la fama de sus intérpretes como la de Cole Porter terminó por internacionalizarlo. En México, la tradición bolerística se remonta a la década de 1920 . El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo señala que «quien llega al bolero, tiene un pasado. Lo difícil es nombrarlo ». Prueba de ello es No me platiques más del mexicano Vicente Garrido: «No me platiques más lo que debió pasar antes de conocernos, sé que has tenido horas felices antes de estar conmigo». El chiapaneco Alberto Domínguez fue uno de los primeros mexicanos en ser solicitado por un productor de Hollywood para escribir boleros para el cine. Así sucedió en 1939 con Perfidia, canción encargada para la película Tú me comprendes, producida por William Rowland. El cenit de la canción llegó en 1943 cuando Humphrey Bogart e Ingrid Bergman la bailaron en la clásica Casablanca. En 1957, el yucateco Luis Demetrio inmortalizó uno de los instantes más dramáticos de la tragedia amorosa en La puerta: «La puerta se cerró detrás de ti y nunca más volviste a aparecer».
Con la influencia del bolero en el estilo de Cole Porter, las interpretaciones icónicas de Frank Sinatra y sus apariciones en el cine terminaron por consagrar un estilo cadencioso, vigente hasta nuestros días. Y si de divos compositores y cantantes hablamos, no podemos olvidar a Agustín Lara quien en sus juegos patrioteros inmortalizó dos ciudades fundamentales para México y España. Lara, quien aceptaba abiertamente la cursilería –elemento acaso inseparable de las dinámicas amorosas– compuso dos clásicos: Granada y Veracruz. La primera, escrita como un ejercicio de imaginación notable puesto que no había conocido la ciudad cuando la retrató musicalmente, metaforiza esa tierra revistiéndola de sonoridades operísticas. Veracruz, ciudad puerto que Agustín Lara conocía bien y que había retratado en su Noche criolla («noche tibia y callada de Veracruz») la inmortalizó, reivindicándose a la par como «nacido con alma de pirata, rumbero y jarocho, trovador de veras».
Si buscamos ejemplos evidentes donde la música y la imagen en movimiento se coordinen más allá de la narrativa, no podríamos dejar de lado ese clásico del cine que es Cinema Paradiso. Las emotivas secuencias de Giuseppe Tornatore se ven potenciadas por la delicada partitura de Ennio Morricone. Y si buscamos un símil profundo entre Italia y México, daremos con una institución que ha trascendido las fronteras de la moral, de lo ético y lo político: la familia. Sus códigos, pasiones y geometrías (casi siempre verticales) han sido retratadas en el cine de muchas maneras, pero la historia de Mario Puzo, la puesta en escena de Francis Ford Coppola y la música de Nino Rota, nos recuerdan los claroscuros del amor familiar y sus excesos en El Padrino. El mundo del cine ha pergeñado muchas de las canciones de amor más icónicas del siglo XX, generalmente dirigidas para el público juvenil o adulto. Sin embargo, del cine para niños han surgido muchas otras canciones de amor que por sus atractivas melodías y maleables armonías han trascendido, incluso al mundo del jazz. Basta mencionar dos ejemplos notables: la emotiva Someday My Prince Will Come, aparecida por primera vez en Blancanieves y los siete enanitos (1937), de Disney; y Over the Rainbow, nucleo emocional de El mago de Oz (1939) de la Metro-Goldwyn-Mayer.
La ópera y el pop han sido otros dos semilleros de incontables canciones de amor. La capacidad no sólo musical, sino escénica, de estos géneros detona nuevas posibilidades de la representación amorosa. En el mundo del pop, ahora disponemos de clásicos contemporáneos como Volaré o Me he enamorado de ti, a los que Filippa Giordano ha dado nuevos bríos. Pero desde las óperas del post-romanticismo de finales del siglo XIX –con esa exuberancia orquestal y desmesura en los desarrollos– se prefiguraban nuevos estilos y retos para las arias y sus intérpretes, favoreciendo los despliegues de virtuosismo vocal.
La Habanera del primer acto de la ópera Carmen (1875) de Georges Bizet sirve de entrada a la protagonista gitana, que parece anunciar ya el fuerte carácter de las futuras divas de la ópera y una filosofía amorosa bastante peculiar. Carmen entra en escena cantando «L'amour est un oiseau rebelle, que nul ne peut apprivoiser» (El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domar) para terminar con un contundente «Si tu ne m'aimes pas, je t'aime. Et si je t'aime, prends garde à toi!» (Si no me amas, yo a ti sí. Y si te amo, ¡ten cuidado!).
La canción napolitana, célebre por sus temas amorosos, tiene sus orígenes en los cantos y danzas populares como la tarantela. Entre los temas entrañables de esta tradición se encuentran: 'O sole mio, Torna a Surriento, Santa Lucia y Funiculì, funiculà, canción compuesta en 1880 por el napolitano Luigi Denza para conmemorar la apertura del primer ferrocarril funicular que subía y bajaba el Monte Vesubio. La letra, del periodista Peppino Turco, juega con la imagen de subir a la cima, aunque no pierde ocasión para dirigirse a la mujer amada en lengua napolitana: «La capa vota, vota, attuorno, attuorno, attuorno a tte! Sto core canta sempe nu taluorno: Sposamme, oì Nè!» (La cima gira, gira alrededor, alrededor, ¡alrededor tuyo! Este corazón siempre está cantando este estribillo: ¡Cásate conmigo, oh, guapa!).
En el siglo XX, en las postrimerías del post-romanticismo, el italiano Giacomo Puccini escribió la ópera Gianni Schicchi (1918), donde representa alegóricamente el Cielo de la Divina Comedia de Dante. El aria más famosa de esta ópera es sin duda O mio babbino caro (Oh, mi papá querido); en esta emotiva canción vuelve a aparecer el motivo amoroso, dramático y arrebatado de la historia de las canciones románticas:
O mio babbino caro
Mi piace è bello, bello
Vo' andare in Porta Rossa
a comperar l'anello!
Sì, sì, ci voglio andare!
e se l'amassi invano,
andrei sul Ponte Vecchio,
ma per buttarmi in Arno!
Mi struggo e mi tormento!
O Dio, vorrei morir!
Babbo, pietà, pietà!
Babbo, pietà, pietà! Oh mi papá querido
Me gusta, es bello, bello
¡Voy a ir a Porta Rossa
a comprar el anillo!
¡Sí, sí, allí quiero ir!
¡Y si le amase en vano,
iría sobre el Puente Viejo
mas para arrojarme al Arno!
¡Me angustio y me atormento!
¡Oh Dios, querría morir!
¡Papá, piedad, piedad!
¡Papá, piedad, piedad!
Entre los innumerables acercamientos culturales que una tradición como la canción de amor puede generar, sin duda uno de los más volcánicos es entre Italia y México. Canciones que destilan un romanticismo intergeneracional pueden, en una voz dotada y sensible, evocar intensos paisajes sonoros, familiares, populares. Escuchar esas canciones en un entorno orquestal, a gran escala, nos recuerda la grandeza inmortal del género, una invención tan antigua como infalible para transmitir el sentimiento universal del amor romántico. La conjunción entre Italia y México no puede sino dejarnos expuestos a un espectro emocional apasionado. En este concierto, Filippa Giordano y la Orquesta Sinfónica de Xalapa nos ofrecen una muestra de sonoridades hermanadas, de pasiones amorosas empalmadas.
Axel Juárez