Mexico y Francia 03/12/2021
El compositor francés Maurice Ravel (1875-1937) fue uno de los músicos más originales y sofisticados del siglo XX. Su escritura instrumental –sea para piano solo, para ensambles u orquesta– exploró nuevas posibilidades que desarrolló al mismo tiempo (incluso antes) que su genial contemporáneo Claude Debussy. La fascinación de Ravel por el pasado y lo exótico –constantemente recurría a melodías folclóricas del ámbito español, vasco, corso, griego, hebreo, javanés y japonés– dio como resultado una música de una sensibilidad y refinamiento plenamente franceses. Estudió en el Conservatorio de París, principalmente con Gabriel Fauré. Fue un espléndido melodista, con un gusto refinado para la armoni?a y el color instrumental, además de exigente artesano sonoro, minucioso y obsesivo. Provenía de una familia cultivada –padre suizo y madre vasca– que fomento? su curiosidad musical y le lego? idiosincrasias y modelos de dos mundos distintos. Según el crítico musical Alex Ross, Ravel era:
«considerado habitualmente el más puramente francés de los compositores, Ravel era en realidad una suerte de híbrido cultural, en parte vasco y en parte suizo. Aunque lo llevaron a París cuando tenía cuatro meses, sus orígenes vascos tuvieron una gran influencia en su imaginación y la conexión se mantuvo en las canciones que le cantaba su madre. Manuel de Falla pensaba que las obras de tema español de Ravel mostraban “el hispanismo sutilmente auténtico de nuestro músico”, que es una buena descripción general de la música del compositor en su conjunto. El padre de Ravel era un ingeniero suizo que, sin que haya sido debidamente reconocido por ello, fue uno de los pioneros del automo?vil; el prototipo Ravel de un coche con motor de gas perecio? durante el bombardeo alema?n de París en la Guerra Franco-Prusiana. En cierto sentido, la música de Ravel se sitúa a medio camino entre los mundos de sus padres: los recuerdos de un pasado folclórico de su madre, los sueños de un futuro mecanizado de su padre» .
Su estancia en el Conservatorio fue intermitente, entre los catorce y los dieciseis años entraba y salía de este, hasta que en 1905 lo abandonó. Su verdadera formación e influencias estéticas las encontró en referentes musicales como Claude Debussy y Erik Satie. No menos importante fue el grupo contestatario de músicos, escritores y artistas franceses al que perteneció, la “Sociedad de los Apaches”, donde figuraban: Edouard Benedictus, pintor, compositor y científico; Michel-Dimitri Calvocoressi, escritor y crítico musical; Maurice Delage, compositor; Manuel de Falla, compositor; Leon-Paul Fargue, poeta; Lucien Garban, editor musical y arreglista; Desire-Emile Inghelbrecht, compositor y director de orquesta; Tristan Klingsor, poeta, pintor y teo?rico del arte; Florent Schmitt, compositor; Paul Sordes, pintor; Igor Stravinsky, compositor y pianista; Ricardo Viñes, pianista; Emile Vuillermoz, escritor y crítico musical.
Pavane pour une infante défunte (Pavana para una infanta difunta) fue compuesta originalmente para piano solo en 1899 y estrenada en esa forma el 5 de abril de 1902 por el gran amigo de Ravel, el pianista español Ricardo Viñes. El compositor completó la conocida versión orquestal en 1910 y la primera interpretación de esta se dio en París el día de Navidad de ese año. Una de las preocupaciones latentes durante la trayectoria musical de Ravel fue el sentimentalismo refinado que se podía apreciar en algunas formas de danza arcaicas. Ya en 1895, en su Menuet antique, se había ocupado de lo que entonces era un gusto francés bastante desarrollado: las recreaciones y modernizaciones del estilo musical del siglo XVIII. En ese sentido, la Pavane fue un ensayo mucho más individual; fue la primera obra que comenzó a darle a Ravel una reputación internacional, y que definió el pathos de la expresividad raveliana. El título se suele interpretar en el sentido de “Pavana para una princesa muerta”, siendo “infanta” (infante en francés) el término español para una princesa de sangre real. Ravel sugirió que la formalidad aristocrática del compás de danza lenta de la pieza evocaba una pavana que una joven princesa podría haber bailado, en el pasado, en la corte de España. También señala que la palabra défunte no es un lamento fúnebre por un niño muerto, sino más bien una evocación de la pavana que pudo haber bailado una pequeña princesa, como la pintada por Velázquez. Sin embargo, en otras ocasiones alegó que eligió el título por el puro placer de su asonancia. Dedicó el trabajo a otra princesa: su mecenas, la princesa Edmond de Polignac, que había nacido en Yonkers, Nueva York como Winnaretta Singer, heredera de la famosa Singer Sewing Machine Corporation.
La historia de Le tombeau de Couperin (La tumba de Couperin) comenzó en abril de 1914, cuando Ravel transcribió para piano un Forlane –danza originaria del norte de Italia– del cuarto de los Concerts royaux del compositor francés barroco François Couperin (1668-1733). Música que Couperin había escrito para él mismo con la finalidad de tocar con otros instrumentos en los conciertos dominicales de música de cámara de Luis XIV, a principios del siglo XVIII. En septiembre de 1914, en los albores de la Primera Guerra Mundial, mientras Ravel intentaba alistarse en el ejército a pesar de su fragilidad física, había comenzado a trabajar en una Suite francesa escribiendo su propio Forlane. Pero no fue hasta 1917 que volvió al proyecto, para entonces todo había cambiado. Ravel había estado trabajando como camionero en Verdún, pero fue dado de alta por una afección cardíaca y agotamiento. Había padecido dos terribles golpes emocionales: la muerte de su madre y la de muchos de sus amigos caídos en la guerra. Ravel decidió tomar su suite y convertirla en un monumento en dos niveles. El primero fue un homenaje a los amigos caídos, nombrados en la dedicatoria de cada movimiento. El segundo monumento fue para François Couperin, el más grande de los compositores de música para teclado del siglo XVIII, aunque Ravel agregó: «El tributo no se dirige tanto a la figura individual de Couperin como a toda la música francesa del siglo XVIII» . Como en otras obras, Ravel se inspiró en el pasado lejano y lo utilizó para crear una música de carácter único, una especie de elegante conmoción que parece tanto antigua como moderna. Sus contemporáneos tuvieron algunas dificultades para asimilar el carácter aireado, y en ocasiones vivaz, de esta música, que apenas parece un memorial. Las piezas que componen la suite completa para piano son: Prélude (en mi menor) a la memoria del teniente Jacques Charlot; Fugue (en mi menor) a la memoria de Jean Cruppi; Forlane (en mi menor) a la memoria del teniente Gabriel Deluc (pintor vasco de San Juan de Luz); Rigaudon (en do mayor) a la memoria de Pierre y Pascal Gaudin; Menuet (en sol mayor) a la memoria de Jean Dreyfus; Toccata (en mi mayor) a la memoria del capitán Joseph de Marliave (musicólogo y esposo de Marguerite Long quien estrenó la versión para piano de Le Tombeau de Couperin). En 1919, cuatro de ellas (Prélude, Forlane, Menuet y Rigaudon) fueron orquestadas por Ravel. El 11 de abril de 1919 se estrenó la versión para piano y el 28 de febrero de 1920 la versión orquestal.
Nacido en el corazón de París, Francis Poulenc (1899-1963) fue un pianista precoz, iniciado en el instrumento desde la infancia bajo la guía de su madre. Posteriormente, entre 1914 y 1917, recibió lecciones de piano del célebre intérprete español Ricardo Viñes y comenzó una formación autodidacta como compositor. Viñes fue algo más que un maestro para Poulenc, se convirtió en una especie de mentor espiritual, influyendo decisivamente en su carrera al presentarle un panorama sonoro que abarcaba compositores como Auric, Satie y Falla. Poulenc fue parte de un grupo de músicos que irrumpieron en la escena francesa después de la Primera Guerra Mundial, produciendo una necesaria renovación generacional.
Desde el inicio de la Primera Guerra Mundial hasta la década de los 1920, París era, más que nunca, un semillero internacional de actividad cultural. La casa de la emblemática escritora estadounidense Gertrude Stein acogió con frecuencia a otros expatriados estadounidenses: Ernest Hemingway, Ezra Pound y Thornton Wilder. Picasso mantuvo una casa en Montparnasse, donde cultivó la amistad del poeta Guillaume Apollinaire, entre otros. Compositores de toda Europa y Estados Unidos, incluidos Sergei Prokofiev, Arthur Bliss y Aaron Copland, también acudieron en masa a París. La influencia de Wagner se evaporaba, dando paso a un nuevo y salvaje popurrí de estilos musicales. En 1920, Francia se convirtió en el hogar adoptivo de Igor Stravinsky, de treinta y ocho años, cuya Consagración de la Primavera había incendiado París siete años antes. El estilo neoclásico, recién cultivado por Stravinsky, se había convertido en una gran influencia para un grupo de jóvenes franceses, compositores en ascenso conocidos como “Los Seis”, bautizados así en 1920 por el el crítico musical Henri Collet en una clara alusión al grupo de “Los Cinco” de Rusia (Mili Balákirev, César Cuí, Modest Mussorgsky, Nikolái Rimsky-Kórsakov y Alexander Borodín) cuyo objetivo era crear una música específicamente rusa que no imitara a la antigua música europea ni su academicismo, por lo que retomaron elementos melódicos, armónicos, tonales y rítmicos de canciones folklóricas rusas. El grupo francés de Los Seis estaba formado por Georges Auric, Louis Durey, Arthur Honegger, Darius Milhaud, Germaine Tailleferre y Francis Poulenc. Buscaban cultivar una música que fuera claramente propia, una perspectiva musical única en Francia, y que además capturara la vitalidad de su tiempo. «Estábamos cansados de Debussy, de Florent Schmitt, de Ravel […] Quería que la música fuera clara, sana y vigorosa, música tan francamente francesa en espíritu como la rusa Petrushka de Stravinsky», señaló Poulenc. El ideal musical de Poulenc apuntaba a integrar el ímpetu del jazz, el cabaret y otros estilos populares en la tradición clásica occidental. Poulenc inauguraba así una nueva estirpe de compositores franceses nacionalistas, como señala Alex Ross:
«Poulenc tipificaba un nuevo tipo de compositor del siglo XX cuya consciencia estaba moldeada no por la estética del fin de siglo, sino por los estilos vigorosos del primer período modernista. Este joven había estudiado la Consagración, las Seis Pequeñas Piezas para piano de Schoenberg, el Allegro barbaro de Bartók y las obras de Debussy y Ravel. También se había empapado de canciones populares francesas, canciones folclóricas, números de music-hall, dulces arias de opereta, canciones infantiles y las elegantes melodías de Maurice Chevalier» .
La Sinfonietta (1947), es una de las obras orquestales más logradas de Poulenc, algunos de sus temas fueron tomados de un descartado Cuarteto de cuerdas. La obra fue encargada con motivo del primer aniversario de la estación radial “Third Programme” de la BBC. En esta obra se pueden escuchar ecos de trabajos anteriores de Poulenc: de Les Biches en la música vibrante y bailable del segundo movimiento, y de Les Mamelles de Tirésias en las largas frases líricas de las cuerdas. El título en diminutivo Sinfonietta sugiere ciertos aspectos ligeros y placenteros de la obra que, según el crítico Henri Hell, tiene afinidad con las sinfonías tempranas de George Bizet .
En 1935, un crítico musical de la Ciudad de México nombró a un puñado de discípulos de Carlos Chávez, empeñados en reavivar el espíritu nacionalista en la música mexicana, como el “Grupo de los cuatro”, conformado por el yucateco Daniel Ayala (1906-1975), el jalisciense Blas Galindo (1910-1993), el guanajuatense Salvador Contreras (1910-1982) y el tapatío José Pablo Moncayo (1912-1958). Moncayo comenzó sus estudios de piano a los catorce años, cuando su familia se trasladó a la Ciudad de México. En 1929 ingresó al Conservatorio Nacional, donde llegó a ser discípulo de Candelario Huízar (análisis, instrumentación y composición) y de Carlos Chávez (composición y dirección orquestal). Dos años después, en 1931, ya ocupaba un puesto de percusionista en la Orquesta Sinfónica de México, dirigida por el propio Chávez. Durante los siguientes dieciséis años, Moncayo se desempeñó en esa misma orquesta como pianista (1932-1945), subdirector (1945) y director artístico (1946-1947). A principios de los años treinta, Chávez instauró en el Conservatorio Nacional un taller de composición al que Moncayo asistió. A Carlos Chávez no sólo le interesaba la formación musical, por lo que instauró cursos de Literatura –impartidos por Salvador Novo y Carlos Pellicer–, de Historia Universal –impartidos por el historiador de la música Jesús C. Romero– y de Historia de la Cultura Mexicana –impartidas por el propio Chávez–. Moncayo estuvo expuesto a esta rica educación musical y literaria, lo que se puede apreciar en algunas de sus obras donde la literatura está muy presente. Con la prematura muerte de Moncayo se terminó una importante etapa de la música mexicana de concierto: el nacionalismo mexicano, que para el musicólogo José Antonio Alcaráz «comprende un periodo cuyos límites cronológicos pueden, para efectos de su estudio, ser trazados con cierta precisión en 1928: el año de la fundación de la Orquesta Sinfónica de México, y terminando tres décadas después, en 1958, con la muerte de José Pablo Moncayo».
En 1947, el Instituto Nacional de Bellas Artes patrocinó un programa dedicado a conmemorar la memoria de Miguel de Cervantes Saavedra. Para ello, encargaron piezas temáticas relacionadas con el autor del Quijote. Fue así que, en el marco de los Lunes musicales, el 27 de octubre de 1947 se estrenaron en el Palacio de Bellas Artes obras de Adolfo Salazar, Rodolfo Halffter, Luis Sandi, Jesús Bal y Gay, José Pablo Moncayo y Blas Galindo. El Homenaje a Cervantes, para orquesta de cuerdas y dos oboes (1947) se interpretó en la primera parte del programa por la Orquesta del Conservatorio Nacional de Música, bajo la dirección de Luis Sandi . En cuanto a su construcción, el crítico musical Juan Arturo Brennan, opina que:
«La pieza está desarrollada libremente sobre un vago esquema de rondó, esquema en el que la clásica alternancia entre el estribillo y los episodios es sutil y flexible. Esta obra, en el contexto de la producción de Moncayo, está mucho más cercana al aliento cuasi-impresionista de Tierra de temporal que al brillo colorístico del Huapango o a la viveza rítmica de la Sinfonietta. Con este Homenaje a Cervantes Moncayo parece aludir no al Cervantes pícaro de las Novelas ejemplares sino al Cervantes contemplativo cuya mejor expresión son los momentos reflexivos de su inmortal creación, Don Alonso Quijano, el Caballero de la Triste Figura» .
Con el carácter lento y reflexivo de esta pieza, Moncayo pareciera evocar aquello que dice Dorotea en el capítulo XXVIII de la primera parte del Quijote «La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu » y lo que dice Sancho Panza en el capítulo XXXIV de la segunda «Donde hay música no puede haber cosa mala ».