Destellos Vieneses 24/10/14
Destellos vieneses
Quién lo diría, pero el vals, que actualmente es sinónimo de ocasiones solemnes (desde el tradicional baile anual de la Ópera de Viena hasta una fiesta de 15 años), comenzó como un baile popular en la Edad Media en las regiones centrales de Europa. A principios del siglo XIX era ya común en la obra de compositores como Schubert y a finales de ese siglo estaba en la cima; bailado por pobres y ricos por igual, era la música emblemática del Imperio Austro-Húngaro. Prueba de su consagración oficial fue que en 1888, con motivo de los 40 años de la ascensión al trono de Francisco José (1830-1916), Johann Strauss (1825-1899) estrenó el vals Jubileo Imperial en la sala del Musikverein en Viena (que todavía existe). Al año siguiente, muy alejado de la capital del imperio y con un fin más modesto, la apertura de una sala de diversiones, Strauss estrenó en Berlín el vals Emperador.
La obra comienza con una marcha más bien afable que después se convierte en majestuosa; que no sea nunca marcial es un detalle que condensa la realidad del Imperio: lo importante era el glamour. Austria-Hungría ya no competía por la supremacía del mundo germánico, parecía haber hallado el equilibrio en su estado plurinacional, plurilingüístico, plurireligioso. El ritmo de vals tarda en aparecer, y cuando llega evade repetir sin más su pegadiza melodía, se demora en explorar las posibilidades de la orquesta, en desplegar partes muy diferentes, con transiciones muy elaboradas y con un final sinfónico. En suma, es una prueba de la sofisticación que alcanzó el género, es un vals casi para oírse más que para bailar.
Si Jubileo Imperial ha sido olvidado, el Emperador es celebérrimo, la representación de una época, de un sistema político, de una cultura: el Imperio Austro-Húngaro, el mundo al que también pertenecía Gustav Mahler (1860-1911).
Desdeñado, marginal como compositor en su época, Mahler pasó a ser el sinfonista del siglo XX: el más polémico, el más vindicado y, desde luego, el más interpretado. Esto se debe a la incontestable maestría formal de su ciclo de 9 sinfonías (10, si contamos La Canción de la Tierra) pero sobre todo a un profundo cambio estético: no sólo lo sublime es arte. Además de las emociones, ideas o momentos especiales de la vida, también cuenta lo cotidiano, incluso lo trivial. En su obra marchas, valses, danzas, tonadas populares, serenatas buscan su acomodo. La obra no es un continuo, se divide en tres partes profundamente relacionadas (por ejemplo, la melancolía de la segunda melodía del movimiento I se transforma en desesperación en el movimiento II) y al mismo tiempo diversas, mucho más allá de los contrastes que prescribe la forma sonata. El desarrollo sintético de la sinfonía clásica, y aún de la romántica, ha dejado paso a una amplia exploración. “Mutación y transfiguración” parece ser la divisa de la sinfonía. Hasta las pausas cuentan: entre el movimiento II y el III hay una larga (porque termina la Primera Parte) y es mínima la que hay entre el movimiento IV y el V (que son la Tercera Parte). Por todo esto, esta sinfonía, como la obra de este compositor en general, es una narración, una especie de novela. Su extensión y complejidad se debe, ni más ni menos, a que es un intento por reflejar el tránsito completo de una vida. Todo cabe y debe caber en ella, como en la “novela-río” de la que hablaba el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón.
Mahler tiene cierta fama de ser compositor “difícil” pero el Adagietto (IV) de esta sinfonía es muy conocido. Sin embargo, su sentido cabal (que no su belleza) depende del resto de la obra. Esta dulcísima página extingue la depresión inmóvil y tortuosa del movimiento II. O escúchese el movimiento III, tan alejado del dramático movimiento anterior. Inicia con algo que semeja un paseo feliz, pleno, por el campo, pero después muta en otra cosa; no en contrastante tristeza sino en algo más difícil de caracterizar (asoma, por cierto, un vals). A diferencia de otras obras de Mahler en esta no hay un detallado programa, solo referencias aisladas. El compositor le dijo a su amiga Natalie Bauer-Lechner el 5 de agosto de 1901, que el Scherzo (III) es “la expresión de una energía inextinguible… el hombre en la plenitud de la claridad meridiana, en el punto culminante de la vida”.
La obra es una verdadera prueba para la orquesta, la emplea a fondo: necesita sus hondos sonidos graves y un gran brillo en sus cumbres exaltadas. ¿Cómo olvidar que comienza con una marcha fúnebre realmente lúgubre, que se vuelve poderosa, que se transfigura hasta volverse casi irreconocible antes de volver a su forma original?
El mundo en el que nacieron el vals Emperador y esta sinfonía desapareció en 1918, con el final de la I Guerra Mundial. La primera tiene el encanto de aquella Belle Epoque (aunque fuera tal sólo para algunos), la segunda muestra ya las tensiones que saldrían inevitablemente a la luz. En 1967 el compositor y director Leonard Bernstein escribió el ensayo “Mahler, su tiempo ha llegado”, en el que afirmaba:
sólo después de haber experimentado el horror de Auschwitz, los frenéticos bombardeos de Vietnam, Hungría [la represión soviética de sus reformas en 1956], Suez, la bahía de Cochinos, el asesinato en Dallas, la arrogancia sudafricana [el Apartheid], las purgas trotskistas, el poder negro, las Brigadas Rojas, el cerco árabe a Israel, el macartismo, las carreras de armamentos, sólo después de todo esto, podemos escuchar la música de Mahler y entender que él miró el futuro.
Mahler no era un nigromante, desde luego, pero su manera de entender el arte ya era otra: tan importante como la epifanía y la revelación trascendente lo es la inconformidad, el conflicto, no siempre resuelto, no siempre fructífero (aunque en esta sinfonía de final optimista lo sea). Por eso sus obras, que ya tienen cien años (la Sinfonía 5 se estrenó en 1906, en Colonia) son perfectamente reconocibles. No son, no todavía, un testimonio del pasado.
Que oportuno tocar juntas estas obras, y justo ahora, en el año en que se conmemoran cien años del inicio de una guerra que cambió todo, y recordar que el arte está intensamente relacionado con su tiempo, con su contexto, en suma, con la realidad. Tras una conflagración así era imposible seguir viendo en la música sólo un escape del mundo, es también su análisis y, quizá, su agridulce comprensión.
Alfonso Colorado