Jazz y Música Clásica 11/05/15
Un encuentro del jazz y la música clásica en Veracruz.
Guillermo Cuevas
Los días 17 y 18 de agosto de 2006, en las ciudades de Veracruz y Xalapa, la Orquesta Sinfónica de la capital veracruzana presentó un programa que incluía un inusual grupo de solistas: el Cuarteto de Paquito D’Rivera. No era la primera vez que el notable saxofonista y clarinetista cubano actuaba en Veracruz. Un cuarto de siglo atrás, como integrante estrella del conjunto Irakere, las vertiginosas improvisaciones de su saxofón soprano habían celebrado toda una fiesta mozartiana en la Sala Grande del Teatro del Estado de Xalapa, a partir de un adagio del famoso salzburgués, aderezado con fuego caribeño y un virtuosismo enciclopédico que partía de la Nueva Orleans de Sidney Bechet y llegaba al borde del universo de John Coltrane, sin olvidar la influencia magnética de Benny Goodman –Quinteto para clarinete de Wolfgang Amadeus y Sing, sing, sing como puertos de ruta de un mismo viaje–. Gracias a la iniciativa de Carlos Miguel Prieto, director titular de la orquesta xalapeña, Paquito se había presentado en dos temporadas anteriores acompañado por el bajista peruano Oscar Stagnaro, el trompetista argentino Diego Urcola, los norteamericanos Mark Walker, baterista, y Mark Summer, violoncellista, el percusionista Pernell Saturnino, la cantante portorriqueña Brenda Feliciano y un pianista casi universal llamado Alon Yavnai que solía decir: por mi manera de hablar español no vas a saber mi nacionalidad. Pero en esta ocasión Paquito incluía en su cuarteto a un joven pianista veracruzano: Edgar Dorantes.
Las obras presentadas en esos memorables conciertos rompían el esquema del repertorio tradicional. Fiel a su interés por dar a conocer nuevas partituras, Carlos Miguel Prieto inició el programa con las cuatro Pinturas marinas de Stephen Paulus, autor de numerosas óperas, prácticamente desconocido en nuestro país. La coronela de Silvestre Revueltas, esa legendaria composición de los últimos días del genial duranguense, rescatada por José Ives Limantour y presentada por la orquesta xalapeña cuarenta y tres años antes, fue la segunda pieza del concierto. Después del intermedio llegaron las variaciones para clarinete, trío de jazz (piano, contrabajo y batería) y orquesta sinfónica que Paquito D’Rivera bautizó como Fantasías Messiáenicas, con el subtítulo de Blues para Akoka, en memoria del clarinetista Henri Akoka, músico que participó en el estreno del –ahora muy famoso– Cuarteto para el fin de los tiempos de Olivier Messiaen.
Paquito volvía a mostrar y demostrar una mente musical impresionantemente abierta a toda clase de influencias –materiales, espirituales, estéticas, acústicas, históricas y caribeuropeafricanas, con infinitas notas de la cabeza a los pies de cada página–.
Y mientras el contrabajo de Massimo Biolcati, músico nacido en Estocolmo, evocaba el principio del fin de los tiempos y la batería de Vince Cherico desparramaba lo aprendido en sus años al lado de los maestros Tito Puente, Mongo Santamaría, Carlos Patato Valdés y, sobre todo, Ray Barreto, el piano del cordobés Edgar Dorantes recibía los compases binarios y ternarios –uno sí y otro también y ahora cambia y vuelve– para enlazar la magia del trío y entregarla inmaculada al clarinete de Paquito y a la batuta de Carlos Miguel para de allí pasar –telegrafía inalámbrica– al resto de la orquesta.
Han pasado nueve años y Edgar Dorantes vuelve a compartir el escenario con la Sinfónica de Xalapa en otro encuentro entre esas costumbres que todavía llamamos música “clásica” y esas otras que solemos agrupar bajo el nombre de “jazz”. Ha transcurrido casi un siglo desde el estreno de Rhapsody in blue (12 de febrero de 1924; Aeolian Hall, New York; Orquesta de Paul Whiteman; George Gershwin, compositor y solista) y todavía no hay un acuerdo en cómo clasificar a una obra de esa naturaleza: apenas superficialmente maquillada de jazz para los afroamericanos; pobre en desarrollos sinfónicos formales para los académicos de conservatorio. Pero la Rapsodia de Gershwin sobrevivió: ha soportado toda clase de recortes, mutilaciones, usos y abusos publicitarios y cinematográficos, coreografías geniales y deplorables, y todavía hay quien la pone como ejemplo del más alto nivel social y artístico posible de alcanzar para las músicas de origen popular: la jerarquía y el prestigio sinfónicos.
La Sinfónica de Xalapa (1929) es apenas cinco años menor que la Rapsodia de Gershwin y su trayectoria ha recorrido escenarios culturales muy diferentes a los conocidos por las industrias musicales de los Estados Unidos de Norteamérica, pero no ha podido librarse por completo de caer en la tentación de incluir en sus programas algunas obras relacionadas (de lejos o de cerca) con el jazz. Los ejemplos más pertinentes –aunque no los más recordados- incluyen el casi heroico intento de Luis Ximénez Caballero (titular de la OSX entre 1952 y 1962) con el Concierto para banda de jazz y orquesta sinfónica del suizo Rolf Libermann, obra que otorgaba de inmediato certificado de apertura cultural y estética a los pocos que en México conocían y elogiaban la grabación de esa pieza, entonces muy novedosa, que había hecho Fritz Reiner con la Sinfónica de Chicago; las presentaciones que hicieron los pianistas Juan José Calatayud y Alejandro Corona de Los diálogos para cuarteto de jazz y orquesta sinfónica del estadounidense Howard Brubeck, bajo la dirección de Francisco Savín y la actuación de Paquito D’Rivera mencionada al principio de esta nota.
Aunque el jazz y lo clásico no hayan logrado todavía una síntesis convincente y aceptada con unanimidad por los representantes más destacados de ambos estilos, y más allá de los radicales que se refugian en castillos de pureza y se aíslan protegidos por murallas de prejuicios, el jazz siempre ha despertado el interés de las mentes musicales más inquietas y lo clásico, por su parte, ha sido reconocido como herencia y ejemplo de soberbias y ejemplares arquitecturas de sonido, modelos de arte mayor para cualquier estilo y cualquier época. Una parcial y desordenada enumeración de creadores y obras que ya forman parte de la historia de los encuentros y desencuentros entre el jazz y los clásicos incluye necesariamente a Ravel y su fascinación con las sonoridades blue tan sabiamente incrustadas en su Concierto en sol y en su Sonata para violín y piano; las transmigraciones anímicas e instrumentales operadas por Duke Ellington y Billy Strayhorn sobre cuerpos sinfónicos de Grieg y Tchaikovsky; la aparición de efluvios espirituales enviados por el saxofón de Charlie Parker hasta las páginas pautadas de la City Noir de John Adams; las extensiones y divagaciones que elaboró John Lewis sobre el Clave temperado y las Variaciones Goldberg; la elegante manipulación con la que Claude Achille evoca las danzas criollas de la vieja Nouvelle Orléans; las turbulentas olas de metales y percusiones con que Leonard Bernstein acompaña las rivalidades shakespereanas entre jóvenes gringos contra portorriqueños en el West Side neoyorkino de mediados del siglo XX y hasta el sinuoso y espectral ragtime que Stravinsky incluye en su Historia de un soldado.
La lista se prolonga ahora en Xalapa con un sensual cuarteto de trombones en Here´s That Rainy Day –no olvidemos las lluvias de abril y mayo en nuestra ciudad- y otras intervenciones de maestros de nuestra sinfónica; alternando con un joropo, una casi mazurca y un buen café –no por ser veracruzano, amanece más temprano, diría Juan Vicente Melo- del no menos tres veces heroico Mario Ruiz Armengol; al que se agregan dosis adecuadas del romanticismo de Sergei Rachmaninoff con su Tercer Momento Musical y de Michael Leonard con su contundente respuesta a la pregunta que bien puede enmarcar la culminación de tantas historias de amor: Why Did I Choose You?. El programa ofrece también otros temas –pequeñas joyas- de Armengol, piezas de Van Heusen, Dorsey y composiciones de la más pura tradición jazzística: Thad Jones, Benny Golson y los gigantes Ellington y Monk. Todo, partituras, ideas, arreglos, tres composiciones propias y, por si fuera poco, dirección, a cargo de Edgar Dorantes, quien en compañía de Emiliano, Vladimir, Rafael, Tim, Fuensanta y Alonso se empeñan en transmitir (contagiar) los virus mutantes del jazz a oyentes xalapeños de toda condición, por nacimiento, adopción o ciudadanización, sin importar género, número, o preferencias musicales, por extrañas o caprichosas que parezcan.