Martin / Smetana / Strauss 16/03/18
La balada es una forma poética originada en la época medieval para expresar el amor cortesano. Varios siglos después, Federico Chopin (1810-1849) retomó el término y le dio en su obra un carácter más introspectivo y melancólico. En el siglo XX, como ocurrió con todas las formas tradicionales, el género amplió su registro emocional, y ahora puede expresar, además de lirismo, cierta crispación. La Balada para flauta y piano (1939) de Frank Martin (1890-1974) es de estilo neoclásico y requiere la virtuosa exhibición de la amplia gama del instrumento. El arreglo con acompañamiento de orquesta de cuerdas y piano lo compuso Martin en 1941, y pronto se convirtió en una de las obras más populares del repertorio para flauta del siglo XX.
Bedrich Smetana (1824-1884) es un héroe en la República Checa. En el siglo XIX la ópera tenía, como el teatro, un carácter público y político, por lo que la élite que aspiraba a crear una nación se preocupaba mucho por el establecimiento de un teatro y una ópera nacionales, es decir, en lengua vernácula. Smetana fue durante diez años director de la orquesta del Teatro Provisional, inaugurado en Praga en 1862, un proyecto tan político como artístico. Así como los dramaturgos escriben teniendo cerca una compañía, Smetana escribió varias obras para la incipiente casa de ópera. La novia vendida (1866) está llena de ritmos y estilos populares checos de gran viveza (aunque no aparece en ella una sola tonada tradicional), acordes con su trama cómica: un típico enredo amoroso entre aldeanos. Cuando en 1881 se abrió el Teatro Nacional de Praga, Smetana había perdido por completo el sentido del oído y se dedicaba casi exclusivamente a la composición. Tres años después murió, siendo un ciudadano del imperio austro-húngaro (la República se creó en 1918). Actualmente en ese templo de la música checa se representan con regularidad sus óperas, entre las que La novia vendida es la más popular.
En su Estética (1835) G. W. Hegel señaló que la poesía y la música podían potenciarse si se integraban. En 1848, mientras la Revolución barría Europa, Franz Liszt llevó adelante esta idea y creó el poema sinfónico, obra musical de carácter descriptivo. Su heredero fue Richard Strauss (1864-1949) quien desde los 25 años comenzó a escribir obras de gran calado en ese género. Las alegres travesuras de Till Eulenspiegel (1895) y Don Quijote (1897) tienen un nítido programa; Muerte y transfiguración (1889) y Así habló Zaratustra (1896) desarrollan ideas, más que tramas. Una vida de héroe (1898) se inscribe en la tradición romántica de la autobiografía y emula la intensa lección dramática de Wagner en una obra que pone a prueba a una vasta y variopinta orquesta. En su espléndida apertura se presenta un héroe ideal, después aparecen sus detractores, los críticos musicales, retratados con punzante ironía; es notorio el contraste entre la grandeza de uno y el tinte bufonesco de los otros. El combate entre ambos (que inicia con el llamado de unas trompetas externas al escenario) tiene sonoridades que prefiguran las sinfonías bélicas de Shostakovich. El solo de violín retrata a la amada del héroe, su dique contra el rumor del mundo; esta parte termina con un canto amoroso de sonoridad opulenta. Tras su triunfo, el héroe vuelve al combate pacífico de la creación artística, presentada en un collage con temas de sus poemas sinfónicos anteriores (que están presentes a lo largo de toda la obra). El mural musical termina con una renuncia al mundo y la culminación vital (es decir, la muerte) escrita por un hombre que a los 35 años de edad era ya una celebridad internacional y al que aún restaban más de 50 años de vida.
Se ha acusado a Strauss de megalómano, pero su obra no lo es más que muchas otras. La diferencia es que este poema sinfónico ultraromántico, de orquestación magistral, se ha vuelto un símbolo de la Alemania nacionalista e imperial en la que gustaban las obras de arte grandilocuentes, ufanas, enérgicas, a tono con el optimismo oficial de la nueva potencia. Nuestra época ve esa autoafirmación como algo casi agresivo por lo que trajo consigo al ser llevada al límite (algo presintió en 1903 Thomas Mann al mostrarla en Tristán como decadente y en 1945 Bertrand Russell al señalarla como precursora del nazismo) y prefiere, en cambio, la neurosis e inseguridad de la obra de Mahler. Éste, sin embargo, fue discípulo y heredero de Strauss. La obra de ambos recuerda que el arte no es algo meramente “sublime” y “eterno” sino un producto cultural capaz de expresar más, mucho más, que sentimientos.
Alfonso Colorado