El Emperador 20/04/18
Federico Ibarra (1946) es uno de los compositores más importantes de México en la actualidad. Egresó de la Escuela Nacional de Música de la UNAM y estudió en París con Jean-Étienne Marie, compositor y musicólogo francés experto en la obra de Julián Carrillo. Ibarra ha escrito para una amplia variedad de repertorios instrumentales y géneros, destacadamente para el teatro: es autor de nueve óperas, entre las que está Madre Juana (1993), con libreto de José Ramón Enríquez, basado en Madre Juana de los Ángeles (1946) de Jaroslaw Iwaszkiewicz (novela publicada por la Universidad Veracruzana en traducción de Mario Muñoz y Lorenzo Arduengo). Su ópera más reciente es Antonieta, un ángel caído (2010), con libreto de Verónica Musalem, basada en la vida de Antonieta Rivas Mercado. Su ópera Alicia (1995) obtuvo en España el Premio “Jacinto e Inocencio Guerrero”. Ibarra, autor de cuatro sinfonías, está a cargo del Taller Piloto de Composición de la Escuela Nacional de Música de la UNAM y es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Constructores de lo Efímero, estrenada en abril de 2016, fue un encargo de Dirección General de Música de la UNAM para la celebración del 80 Aniversario de la Orquesta Filarmónica de la UNAM. El compositor dice acerca de su obra:
El nombre representa a una orquesta, donde hay cien personas participando para construir algo que inmediatamente va a pasar. No solamente la orquesta tiene esta particularidad, también los compositores hacemos algo así, efímero. Así es la música, así son los sonidos. Esto va a diferenciar la música de todas las demás artes.
El compositor bohemio-moravo Gustav Mahler (1860-1911) fue el sinfonista más popular de la segunda mitad del siglo XX; su obra pasó de ser conocida por una minoría en la década de 1940 a volverse de culto para el gran público a partir de 1970. Mahler empezó en 1910 la composición de su Sinfonía No. 10, pero la muerte le alcanzó antes de que pudiera terminarla. De sus cinco movimientos, únicamente logró terminar el primero, un Adagio. El tercero lo dejó muy avanzado y los otros tres quedaron en forma de bocetos continuos, más o menos detallados pero no del todo elaborados y sin orquestar, de modo que tocar en concierto la Sinfonía, tal como Mahler la dejó, no es posible. Poco tiempo después de su muerte se publicaron parcialmente los manuscritos y empezaron los esfuerzos de distintos compositores y musicólogos para crear una versión ejecutable. Fue el musicólogo inglés Deryck Cooke quien presentó en 1964 una versión que conmovió a Alma Mahler, viuda del compositor, al punto que levantó el veto que ella misma había impuesto a las reconstrucciones de la Décima. No fue sino hasta 1972 que Cooke estrenó su primera versión publicada de la obra, a la que siguieron varias más. Existen a la fecha más reconstrucciones de otros especialistas, y habrá más. La Sinfonía No. 10 de Mahler será siempre un campo de debate abierto.
El Adagio es una muestra tentadora de que al momento de su muerte Mahler iniciaba una renovación de su obra. Aunque predomina el fastuoso lenguaje posromántico de sus obras anteriores, a veces se aleja de esto y apunta incluso a la atonalidad. Los temas, una vez enunciados, en vez de reafirmarse son meticulosamente desintegrados o interpretados repetidamente de manera inversa, lo que crea una sonoridad extraña. Es el mundo de la sonata clásica, pero transfigurado, violentado. Esto alcanza su culminación en la parte central, donde tras un episodio de disonancias crecientes en los metales y cuerdas se llega a un acorde que contiene diez de los doce grados de la escala cromática, rozando la dodecafonía, con el fondo de una trompeta sostenida y estridente. Así la expresividad romántica, lírica, da un paso más allá, e irrumpe la crispación, el nerviosismo típico de la música contemporánea. Tras este experimento de carácter francamente expresionista, el movimiento vuelve a su cauce lírico y termina de forma apacible, aunque a su término nada será igual. Este Adagio anuncia un mundo nuevo, es una de las puertas de entrada a la música del siglo XX.
El Concierto para piano No. 5 de Ludwig van Beethoven (1770-1827), súbdito del imperio austríaco, está entre los más populares del repertorio. Esto se debe a que inicia la tradición del concierto “heroico”, es decir, de gran amplitud, brillante, afirmativo, lo cual se nota de inmediato en el fastuoso inicio: tres llamadas consecutivas de la orquesta, alternadas con radiantes cadencias pianísticas (que deben ser interpretadas por pianista y orquesta con suma decisión) a las que sigue la irrupción de un tema voluntarioso, desplegado por una orquesta poderosa. La introducción instrumental es larga y su sonoridad es la de una sinfonía. Tras la aparición del piano el movimiento desembocará en su parte central, en la que de nuevo irrumpen las tres llamadas iniciales (la última acompañada de un solo de corno). El carácter heroico se mantiene a pesar de las partes más tranquilas que se intercalan, e incluso se oirá una vigorosa marcha a cargo de la orquesta. El movimiento lento es breve y sobre unas cuerdas con sordina el piano tocará escalas descendentes, una especie de desaceleración, un dibujo psicológico de retraimiento tras la asertividad incesante del movimiento anterior. La transición entre el Adagio y el Rondo contiene ecos de la Quinta Sinfonía: la indefinición que da paso a la irrupción de un tema bien perfilado (otro eco de esto se encuentra en el diálogo, casi al final, entre el piano y los timbales). El último movimiento destaca por la irregularidad rítmica, que le da notable vivacidad. No fueron ni el compositor ni el editor quienes bautizaron este concierto como Emperador, sino el público. Para las audiencias actuales se trata de una obra majestuosa sin más, pero para sus contemporáneos su grandeza tenía claras resonancias marciales y épicas. Beethoven la escribió durante el bombardeo napoleónico de Viena en 1810; varias veces debió refugiarse en un sótano, y escribió: “¡que vida salvaje y perturbadora me rodea! ¡No hay más que cañones, marchas, soldados y miseria!”. El concierto es un oblicuo homenaje a la grandeza del enemigo, Napoleón, pero no a la persona como al ideal que representó: la energía, el poder, la renovación.
Alfonso Colorado