Beethoven / Schoenberg / Shostakovich / Revueltas 27/04/18
La política es mucho más que el sistema de partidos, las elecciones y los cargos públicos. Las relaciones humanas, institucionales y personales, están configuradas por el poder. Las obras de este concierto muestran la intensa manera en que la música se relaciona con su entorno, como lo analiza, lo discute y toma partido.
Egmont es un personaje histórico, un conde flamenco que fue ejecutado por orden de su propio primo, Felipe II, en 1568. En 1787, el dramaturgo alemán Johann W. Goethe escribió una tragedia donde lo retrata como un luchador por la libertad; en ella lo vemos enfrentar al representante de la Corona en estos términos: “El Rey ha decidido lo que ningún príncipe debería decidir: debilitar, reprimir, destruir la fuerza de su pueblo, el ánimo, la idea que tiene de sí mismo, todo para gobernar cómodamente… Quiere destruirlo para que se convierta en otro algo” (traducción de Juan Villoro para la versión de 2010 de la Compañía Nacional de Teatro). Goethe idealizó al personaje, quien nunca se consideró a sí mismo un rebelde. En 1810 el escritor solicitó a Ludwig van Beethoven (1770-1827) que escribiera música para una nueva versión de su obra. La obertura resume la trama. Su inicio, oscuro y dramático, representa la tiranía española; gradualmente la música se vuelve afirmativa y enérgica, porque escenifica la lucha contra ésta. Súbitamente todo se interrumpe. Silencio total. Tras un breve pasaje de los alientos un crescendo desemboca en la Sinfonía de la Victoria, el símbolo de la rebelión que, tras la muerte del conde, acabará con la opresión. Este final –tumultuoso, refulgente, imparable- es un panegírico a favor de la libertad y la más clara representación del triunfo en la producción de Beethoven.
A menudo los movimientos políticos no constan de una ideología precisa sino de un deseo de cambio que comienza por cuestionar lo establecido. Viena era en 1900 la ciudad de Europa donde la música era más importante que en cualquier otra, y donde el público era el más conservador. La Sinfonía de Cámara No. 1 (1906) de Arnold Schoenberg (1874-1951) utiliza la forma sonata, de larga y venerable tradición, pero violentada. La obra ?de cinco movimientos, unidos sin interrupción? muestra la influencia de sus antecesores (giros wagnerianos, saltos melódicos al estilo Brahms, un exacerbado cromatismo straussiano) pero, como puede oírse en los temas iniciales del corno y del violoncello, de sonoridad experimental, apunta a un mundo nuevo. Esta obra densa, concentrada, de contrastes dramáticos, es interpretada por lo que no es tanto una orquesta pequeña sino una agrupación de solistas. Sus registros intelectuales y emotivos son los del Expresionismo: la representación directa de un estado de ánimo o una idea interna, emancipada de la figuración o de los moldes tradicionales. La obra irritó a la audiencia vienesa, que la abucheó (el propio Gustav Mahler, que se encontraba ahí presente, intervino para detener el ataque) y todavía ahora es poco interpretada, a pesar de que ha concitado respeto crítico y prestigio intelectual. Schoenberg provenía de los extremos: un músico que jamás pisó un conservatorio, un vienés de origen provinciano, un compositor de música para cabaret y de vanguardia.
No menos irritadas estuvieron las autoridades políticas y culturales soviéticas en el estreno de la Sexta sinfonía (1939) de Dmitri Shostakovich (1906-1975), el más importante compositor soviético. Consta de un primer movimiento inusualmente largo y dramático, seguido de otro marcadamente animado. No había solemnidad, ninguna melodía folclórica, ningún tipo de optimismo. Lo esperaban porque el compositor así lo había anunciado:
“Trabajo en una sinfonía sobre Lenin y me he preguntado insistentemente sobre la forma de representar musicalmente la imagen del Guía. Será una sinfonía para orquesta, coro y solistas con pasajes de la epopeya que Vladimir Maiakosvky dedicó a Lenin. Utilizaré no sólo los textos de las canciones populares dedicadas a Lenin sino también sus melodías”.
Lo peor era el movimiento final, de una notoria y deliberada trivialidad, una música de opereta cómica o de circo. Shostakovich tensó las cuerdas al máximo, pero la obra no fue condenada sino ignorada en la URSS (en el extranjero triunfó).
Esquinas (1931) de Silvestre Revueltas (1899-1940) , destaca por su carácter popular, sus síncopas y por un toque de humor. La obra describe las esquinas de cualquier calle de entonces: gritos de vendedores, pregoneros, músicos callejeros, niños, etcétera. En la nota que escribió para la segunda versión de la obra, en 1933, el compositor señala que en la obra hay el “grito desgarrado de pregonero pobre y desamparado”. El musicólogo Roberto Kolb Neuhaus la describe así: “Esquinas se escucha como un encadenamiento arbitrario y contrastante de episodios, sin transición ni justificación formal evidente, la organización de su espacio sonoro evade la simetría y parece declararse en continua transformación”. A pesar de su vaguedad, esta música en el México de los años 1930 inevitablemente representaba una toma de postura política. Por su temática y su carácter se inscribe claramente en el nacionalismo, en las corrientes artísticas y políticas impulsadas por el régimen cardenista, incluso más allá de las intenciones de Revueltas. Era la década en que, rememoraba Sergio Pitol sobre su paso por la primaria, se cantaba tanto el himno nacional como La Internacional. En realidad arte y política siempre están unidos, simplemente a veces es menos evidente, sobre todo para los privilegiados.