La Sexta de Mahler 09/11/18
Mahler, o el poder de la narración
En la segunda mitad del siglo XX Gustav Mahler (1860-1911) fue el compositor más revalorado, más comentado, más estudiado y, en las ciudades que podían permitirse tener una orquesta de calidad, uno de los más interpretados. ¿Cómo se explica este crecimiento exponencial? ¿Por qué el triunfo incontenible de una obra que tiene fama de “difícil”? ¿Por qué hay tantos festivales en el mundo dedicados únicamente a interpretarla? La Sexta es una de las obras claves para entender este proceso.
La obra se escribió entre 1903 y 1904 y se estrenó en 1906. Es una de las sinfonías de Mahler que más se ajusta al esquema tradicional de la sinfonía clásica; consta de cuatro movimientos, el primero y el último afincados en la característica forma “Sonata”. Sin embargo, es de una extensión descomunal, desafiante, y ocupa un dispositivo orquestal amplísimo en el que destaca la percusión: glockenspiel, triángulos, platillos, tambores, campanas, singulares baquetas y cencerros (las campanas que se colocan en el cuello de las vacas); y -por vez primera en una sinfonía- aparecen el xilófono y la celesta.
Allegro energico, ma non troppo: Es una marcha de carácter grave y dramático, con resonancias de marcha fúnebre. El ambiente de este movimiento es obsesivo, con claros toques de crispación. La marcha da paso a un coral (una melodía de lejano origen religioso) en los alientos a la que sucede un tema lírico, luminoso (comúnmente llamado el “tema de Alma”, la esposa de Mahler). El tema es sentimental y por momentos borda lo cursi. Tras la repetición de la exposición todos estos temas se combinan, transforman y difuminan. La apoteosis del “tema de Alma” lo cierra.
Andante moderato: Comienza como una pieza de carácter sentimental, dulce, que se transforma hasta convertirse en una honda meditación. El musicólogo Deryck Cooke lo define como una “pastoral lejana y abandonada”. Además de su sonoridad campestre tiene un carácter contemplativo, sereno, nocturno. Es uno de los movimientos lentos más extraordinarios escritos por Mahler.
Scherzo. Pesante: Este movimiento es un Ländler, es decir, la danza centroeuropea de origen campesino que dio origen al vals, pero presentado de una manera deforme: el ritmo es irregular, las melodías son burlonas, extrañas, llegando a rozar el esperpento, como queda claro en el Trio (la obligatoria parte intermedia de los Scherzos), donde un solo de oboe de talante inocente tiene algo impostado, decadente, explicado por una anotación del compositor: Altväterisch (“fuera de moda”). En vez del carácter rítmico y vigoroso del Scherzo hay música paródica, rústica, fantasmagórica: timbales en sordina, ásperos toques de trombones, trinos de los alientos, un excéntrico xilófono.
Finale. Allegro moderato: Es la parte más extensa de la sinfonía. Por un lado presenta efectos sonoros que ahora son familiares dado que la música para el cine los ha utilizado hasta la extenuación. La riqueza melódica es extraordinaria, hay hasta 15 motivos o ideas musicales, que sucesivamente se transforman a través de un contrapunto notable. La inestabilidad melódica se sustenta sobre un ritmo constante. Aparece un martillo descomunal, que cumple una función simbólica ominosa. Mahler anotó que debía dar “un golpe breve, poderoso, pero de resonancia sorda y de carácter no metálico, como un golpe de hacha”.
Hasta su Cuarta Sinfonía, las obras de Mahler estaban estructuradas por el Lied (la forma tradicional de la canción alemana). La Quinta, Sexta y Séptima se estructuran de manera más libre. Por un lado, el sonido y el timbre juegan un papel fundamental, evidenciado en la excepcional inventiva de Mahler para la orquestación, producto de su conocimiento íntimo de la orquesta: por algo era uno de los directores más reputados de Europa. Alphons Silbermann señala: hay una “acumulación de masas de sonido que no siempre es fácil penetrar analíticamente”. Las sinfonías de Mahler tienen una arquitectura nítida, pero su fin también está en la sensación, en la sonoridad.
Por otro lado está la narración en sentido amplio; así, el ritmo de marcha tiene una connotación de camino recorrido, de periplo. Además Mahler amplió el perímetro de la sinfonía al introducir lo trivial, lo chabacano, aún lo vulgar, en todo lo cual se solaza. No se trata de la brillante y espumosa vulgaridad de la opereta que triunfaba entonces en Viena. Paul Bekker señala que el “tema de Alma” está malogrado, pero Mahler buscó deliberadamente este carácter trivial. En 1907 le dijo a Sibelius: “Una sinfonía debe ser como el mundo: abarcarlo todo”. Esta visión amplia se emparenta con los afanes totalizadores de la narrativa decimonónica. El musicólogo italiano Quirino Príncipe señala: “cuanto más fuertes son las analogías con la novela, tanto menos las sinfonías mahlerianas son historias o descripciones” ¿Cómo es posible esto? Porque su obra es como la novela literaria: no se limita a contar una historia, hace del lenguaje una forma de expresión en el cual la ambigüedad, la alusión, la libre asociación, el flujo de consciencia, el ambiente tienen un lugar. Así, hay un equilibrio magistral entre una estructura firme y su constante modificación hasta casi derrumbarla, lo que fascinó a los jóvenes de la Segunda Escuela de Viena.
Paul Bekker señala que el centro de gravedad de las sinfonías de Mahler está en el final, uno de los más extensos de toda la literatura sinfónica. Los tres movimientos iniciales pueden considerarse su largo preámbulo. En Esta ruinas que ves Jorge Ibargüengotia escribe: “Los de Pedrones confunden lo grandioso con lo grandote”. Y justamente en este final Mahler evita eso. Como señala Marc Vignal, “el último movimiento evita la grandilocuencia a pesar de su volumen sonoro”. Este final rompe de manera directa con el modelo dominante tras las sinfonías 5 y 9 de Beethoven: el triunfo final sobre la adversidad. Mahler mismo sigue ese programa en sus primeras cinco sinfonías. La Sexta parte ya del conflicto, y a pesar de su eventual luminosidad y paz, termina en la oscuridad. Este final pesimista dio su título a la obra entera: Trágica, que por cierto no fue idea de Mahler. Este final constituye una de las concepciones más grandiosas en la historia de la literatura sinfónica.
El ciclo de estas sinfonías se ha vuelto una especie de culto para miles de melómanos alrededor del mundo. Una parte de la crítica explica su obra desde los hechos de su vida, como si fuera una especie de autobiografía musical. La biblia de ese culto son las memorias de Alma Schindler, esposa de Mahler, complementadas con el libro de Bruno Walter, discípulo del compositor. Esta mirada ha creado una imagen de un Mahler megalómano que ilustra su vida (alegrías, miedos, fracasos) a través de su obra. Lo que hay es una visión muy personal (llena de contrastes y por momentos neurótica) pero muy interesada en su entorno, como lo acusan las melodías deliberadamente triviales, las sonoridades de música de pueblo, de feria, de banda en el kiosco los domingos. En el corazón del imperio austro-húngaro el bohemio Mahler vindicó las sonoridades del mundo rural, provinciano, incluso étnico.
En 1955 el crítico Hans Ferdinand Redlich señaló “Mahler profetizó los horrores de este mundo asolado por dos guerras mundiales”. En 1967 Leonard Bernstein (cuyas grabaciones acentúan los tics nerviosos y las manías de estas sinfonías) agregó: “sólo después de holocaustos mundiales, del simultáneo avance de la democracia unido a nuestra creciente impotencia para frenar las guerras podemos finalmente escuchar la música de Mahler y entender que él ya lo había soñado”. Mahler no era Nostradamus, un profeta en el sentido literal de la palabra, lo que sí entrevió es que los registros y contenidos de la sinfonía debían ampliarse, era algo inevitable. Tras la II Guerra Mundial, en un mundo devastado, inseguro, alterado, que es ya el nuestro, Mahler ocupó (y ocupa) un lugar central.
La OSX presenta este fin de semana un programa histórico en México, y en realidad en cualquier lugar del mundo: se interpretaran las dos versiones que existen de la sinfonía: la original, estrenada el 27 de mayo de 1906, y la revisada, de noviembre de ese año, que cambia el orden de los movimientos internos: en segundo lugar se interpreta el Andante y luego el Scherzo; también los golpes de martillo del movimiento final pasan de tres a dos en la versión revisada.
La Sexta sinfonía pasó de ser la obra menos interpretada en vida del autor a una de sus obras más apreciadas en nuestra época. En 1952 se grabó por vez primera, en 2014 había ya más de 150 grabaciones. Eso se debe a que sus matices, sus contradicciones, su complejidad, tienen una evidente pertinencia en nuestro turbio presente. Desde el siglo XXI se ve, con pesimista claridad, como una de las obras fundamentales del siglo XX.
Alfonso Colorado