Barber / Anderson / Chopin / Schubert 21/06/19
Aunque la música instrumental sea un lenguaje en sí mismo, imposible de traducir a palabras, es innegable el poder de los sonidos para evocar imágenes mentales. Esta característica ha sido ampliamente utilizada en el cine desde aquel 4 de febrero de 1927, cuando se estrenó en Estados Unidos la primera película sonora de la historia, The Jazz Singer (Alan Crosland, 1927). La historia del cine está llena de referencias a la música de concierto, generalmente de piezas con una intensidad tal que es fácil relacionarlas con situaciones fuertemente emocionales; es el caso del Adagio para cuerdas, Op. 11 (1936) del compositor norteamericano Samuel Barber (1910-1981). Considerado un niño prodigio, Barber comenzó a tocar el piano a los seis años y a componer a los siete, a los veinticinco ingresó en la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras y al año siguiente escribió el Cuarteto para cuerdas en Si menor, cuyo Adagio fue orquestado por Barber a petición del Director Arturo Toscanini. Entre los diversos usos emotivos que se han hecho de esta pieza sobresale el haber sido radiada mientras se leían los comunicados de la muerte de dos presidentes de los Estados Unidos: la defunción de Franklin D. Roosevelt en 1945 y el asesinato de John F. Kennedy en 1963; más de cuarenta años después se interpretó durante el homenaje a las víctimas del atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El cine no ha sido la excepción y, según la base de datos de películas en Internet (IMDb), el Adagio se ha utilizado en 57 filmes; sobresalen cinco de ellos en los que la pieza de Barber determinó el tono de importantes escenas: Elephant Man (David Lynch, 1980), El Norte (Gregory Nava, 1983), Platoon (Oliver Stone, 1986), Lorenzo’s Oil (George Miller, 1992) y Le fabuleux destin d’Amélie Poulain (Jean-Pierre Jeunet, 2001). El carácter de la pieza es tan famoso que en el año 2010 inspiró al escritor Thomas Larson a escribir su libro The Saddest Music Ever Written. The Story of Samuel Barber’s Adagio for Strings.
Otro destacado compositor, arreglista y director norteamericano, contemporáneo de Barber, fue Leroy Anderson (1908-1975). Estudió piano y órgano con su madre y posteriormente en Harvard, donde se licenció en Bellas Artes en 1929, y un año después recibió un Master en el Arte de la Música. Heredero de la tradición popular de compositores como Gershwin, sus primeras piezas orquestales breves fueron Jazz Pizzicato (1938) y Jazz Legato (1939). Quince años después compondría su primera y única pieza orquestal larga, el Concierto en Do mayor para piano y orquesta (1953). El estreno tuvo lugar en Chicago, EUA, el 18 de julio de 1953 con el propio Anderson dirigiendo la Orquesta Sinfónica de Grant Park. Después de una presentación más al año siguiente, y una serie de críticas que le dejaron insatisfecho, Anderson retiró la obra para revisarla (lo cual nunca realizó), y el concierto no se volvió a escuchar sino hasta 1989, con la Orquesta Sinfónica de Toronto, a raíz de que la viuda de Anderson decidió rescatar la obra del olvido y publicarla en su versión original. Esta noche, con la Orquesta Sinfónica de Xalapa, escucharemos el estreno en México de este concierto.
El Andante spianato y Gran Polonesa Brillante en Mi bemol mayor, Op. 22 fue compuesto entre 1830 y 1834 por el virtuoso pianista polaco Fréderic Chopin (1810-1849). Primero escribió la Gran Polonesa para piano y orquesta (1830-31) y después el Andante spianato para piano solo (1834), que agregó al inicio de la obra a manera de introducción, uniendo las dos piezas con una secuencia de fanfarria. La combinación final se publicó en 1836. El Andante spianato y Gran Polonesa Brillante, tocada con más frecuencia en su versión para piano solo, es considerada como una de las piezas técnicamente más demandantes del repertorio chopiniano. Recordemos la escena final de la película The Pianist (Roman Polanski, 2002) cuando el virtuoso Wladyslaw Szpilman —encarnado en Adrien Brody— interpreta magistralmente esta obra.
Junto con Felix Mendelssohn (1809-1847) y Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), Franz Schubert (1797-1828) fue uno de los niños prodigio más sobresalientes del mundo musical. Los tres autores vivieron apenas hasta pasados sus treinta años de edad, siendo Schubert el que murió más joven, a los 31 años. A la fecha de su muerte había escrito más de mil piezas, entras ellas nueve sinfonías, seiscientos lieder y mucha música de cámara. A los 13 años compuso su primer pieza y nunca dejó de componer. La influencia que Antonio Salieri tuvo en Schubert fue decisiva, Salieri reconoció el enorme talento de Schubert y lo tomó como alumno privado en Viena. Puede parecer inconcebible que Schubert compusiera su Sinfonía No. 4 en Do menor, “Trágica” (1816) a los 19 años, pero es más inconcebible que en su natal Viena no fuera ampliamente reconocido su talento y que la mayoría de sus obras nunca se publicaron ni tocaron públicamente sino hasta después de su muerte. La Cuarta sinfonía fue la primera que escribió en una tonalidad menor y, como la mayoría de sus obras, tuvo que esperar mucho para su estreno, hasta el 19 de noviembre de 1849, veinte años después de su muerte. La enorme capacidad productiva de Schubert, su jovial carácter y confianza en sí mismo hicieron de él un compositor ávido de modelos y referentes. Cuando Rossini triunfó en Viena, en 1816, Schubert se unió a las multitudes de admiradores y se apropió de algunos de los recursos musicales del italiano; cuando comenzó su madurez en las formas mayores como la Sinfonía, tomó como modelo a Beethoven. El crítico Alex Ross, en su formidable libro Escucha esto (2010), nos regala una semblanza de la personalidad de Schubert: «¿Cómo era Schubert? Es seguro aventurar unas pocas conjeturas. Era cordial, hasta cierto punto; grosero, cuando se le presionaba; muy tímido o muy arrogante, o probablemente las dos cosas al mismo tiempo. Era descomunalmente ambicioso. Hizo de la música una carrera y una religión; era un lector voraz que ponía a prueba constantemente las aptitudes musicales de los textos. No podía postrarse frente a potenciales patronos, aunque se esforzaba razonablemente en tareas de autopromoción. Sus horas de ocio, dominadas por la bebida, carecían de rumbo. Forjó amistades intensas con hombres; adoraba a las mujeres, pero en la distancia. Teorizó sobre el amor más que vivirlo. Era proclive tanto a la euforia como a una melancolía paralizante, pero se tranquilizaba con el trabajo. Fue más un observador de la vida que un participante en ella: tenía poco tiempo para todo aquello que no guardara relación con su arte. No existían límites de ningún tipo para su imaginación musical […] Organizó su primer y único concierto público el día del aniversario de la muerte de Beethoven; produjo canciones sobre los poemas a los que Beethoven había planeado poner música; escribió su Quinteto de cuerda en Do mayor para dar cumplimiento a otro proyecto de Beethoven; preparó una edición de tres sonatas para piano, un agrupamiento predilecto de Beethoven en su juventud. Y, al final, empezó una Sinfonía en Re mayor que los estudiosos han identificado como una especie de Tombeau de Beethoven, con una elegía central en Si menor y todo. Aun cuando se dio cuenta de que no podría terminarla, se atuvo al programa. «Beethoven no yace aquí», musitó en su lecho de muerte, en lo que era aparentemente una petición para ser enterrado cerca del Maestro. Y lo fue.».
Axel Juárez