El Anillo de Wagner / Maazel 08/03/19

Axel Juárez | Tlaqná
El anillo sin palabras - Lorin Maazel / Richard Wagner

El anillo de Wagner
Marzo 08• 09, 2019

Richard Wagner (1813-1883) probablemente sea el compositor más controvertido de la historia de la música: ha levantado pasiones y odios por igual. «Quizás el mayor genio que haya existido», sentenció el poeta W.H. Auden sobre Wagner. «Contamina todo lo que toca. Ha enfermado a la música» arreció el filósofo Friedrich Nietzsche. «A cualquier lugar que uno vaya, encontrará una pregunta como plaga: ¿Qué piensa usted de Richard Wagner?» apuntó el sociólogo Karl Marx, vislumbrando asuntos clave sobre la música que tratarían años después pensadores como Max Weber, Alphons Silbermann, Theodor W. Adorno y Pierre Bourdieu.

Se dice que después de Jesús, Napoleón y Shakespeare no se han escrito tantos libros sobre un personaje histórico como sobre Wagner. Su presencia en la historia cultural contemporánea es monumental, adjetivo que solía usar el intrincado escritor Thomas Mann para referirse a las obras de Wagner, al compararlas con catedrales góticas. El conjunto de estas catedrales wagnerianas está compuesto principalmente por trece óperas, concebidas y diseñadas en su totalidad —música, libretos e indicaciones escénicas— por Wagner. Escribió, además, diversos ensayos —sobre estética, religión, ciencia, raza—. Las óperas de Wagner comprendieron la mezcla de elementos psicológicos en sus personajes, antes que la psicología se inventara, y antropológicos, al explorar el significado de los mitos en el arte, adelantándose a Levi-Strauss. Esta nueva situación artística —drama sonoro, mitología, construcción compleja de personajes, diseño escénico— introdujo una nueva agenda en el arte moderno.

La primera pasión de Wagner fue el teatro: a los catorce años escribió Leubald, una tragedia épica basada en Hamlet y el Rey Lear, de Shakespeare. Jorge Luis Borges, en 1970, escribió el prólogo al Macbeth de la editorial Sudamericana, donde afirmó que: «la hipérbole, el exceso y el esplendor son típicos de Shakespeare». Estas características, que subraya Borges de Shakespeare, las asimiló un Wagner adolescente que apostaba más por el drama, la historia, la puesta en escena… el teatro, que por la música. No obstante, el descubrimiento y fascinación por la obra de Beethoven —especialmente por la Novena Sinfonía— lo decantaron hacia una constante búsqueda por integrar el mundo musical al escénico. A la consecuencia natural de esta integración la llamó obra de arte del futuro. Para Wagner, Beethoven había encontrado una nueva forma de expresión al unir música y poesía —refiriéndose al poema An die Freude de Friedrich von Schiller, que se canta en el cuarto movimiento de la novena sinfonía, el famoso Himno a la alegría—. Sobre este nuevo horizonte expresivo escribió en su ensayo La obra de arte del futuro (1849): «La incomparable capacidad que tiene la música para expresar el ímpetu y el deseo primordiales y poderosos se le reveló a Beethoven.» En el ensayo, Wagner destaca el poder de la palabra, de la poesía, de la literatura combinada con la música y concluye que gracias a esta unión «La última sinfonía de Beethoven es la redención, desde su elemento más propio, de la música en el arte universal. Esa sinfonía es el evangelio humano del arte del futuro. Tras ella no hay progreso posible, pues a continuación sólo puede venir, inmediatamente, la obra de arte consumada del futuro, el drama universal, para el que Beethoven nos ha forjado la llave artística». Este vínculo de música y literatura, poesía en este caso, esta “llave artística”, motivó a Wagner a cambiar la composición de sinfonías por la construcción de esas colosales catedrales sonoras que encarnan la obra de arte del futuro. Para Wagner, este tipo de obras no podían ser un entretenimiento cotidiano sino un evento especial, un festival de significado nacional, un gran ritual público que inspirara y regenerara la sociedad. En sus óperas, tuvo la oportunidad de volcar sus intereses e ideas, incluyendo su extremado nacionalismo alemán. La obra que encarnó todos estos componentes fue El Anillo del Nibelungo (Der Ring des Nibelungen), en la que trabajó arduamente durante veintiséis años, entre 1848 y 1874. El Anillo está compuesto por cuatro óperas: El Oro del Rin, Las Valquirias, Sigfrido y El Ocaso de los Dioses, sumando un aproximado de 15 horas de música y teatro, erigiéndose como la obra teatral más larga de la historia.

En 1960, a la edad de treinta años, Lorin Maazel (1930-2014) dirigió por primera vez en el Festival de Bayreuth —último reducto de la wagnerolatría más acérrima—. Para entonces, Wieland Wagner, uno de los directores escénicos más importantes del siglo XX y nieto de Richard Wagner, había revolucionado las puestas en escena de las óperas de su abuelo, utilizando recursos minimalistas y psicológicos que desataron las críticas de los puristas. Wieland creía profundamente en el poder de la música de Wagner para transmitir los mensajes codificados en sus libretti, aún a costa de las tradicionales y majestuosas puestas en escena. Durante un ensayo en Bayreuth del Anillo, Wieland sorprendió a Lorin Maazel cuando le dijo: «La orquesta es donde está todo, el texto detrás del texto, el subconsciente universal que enlaza uno a uno a los personajes de Wagner con el proto-ego de la leyenda». La teoría de Wieland era que la orquesta de Wagner era la “fuente esencial”. Fue hasta 1965 —mientras montaba el ciclo completo del Anillo en la Ópera Alemana de Berlín— cuando Lorin Maazel cayó en cuenta de la profundidad del pensamiento de Wieland, comprendiendo que «la partitura orquestal del Anillo de Wagner era el Anillo en sí mismo, codificado en sonidos. Decodificado se convierte en historia, leyenda, canción, filosofía en incontables alusiones cósmicas y matices humanos».

En 1987, la prestigiosa discográfica Telarc le pidió a Lorin Maazel realizar una síntesis musical del Anillo del Nibelungo, una versión que redujera las quince horas de música a los setenta y cuatro minutos que caben en un disco compacto de audio digital. La idea de la discográfica era llevar la magia de los monumentales dramas musicales wagnerianos a un nuevo público de melómanos. Con las ideas musicales de Wieland Wagner en mente, Maazel aceptó el reto imponiéndose cuatro condiciones esenciales: 1) la síntesis debe ser fluida (sin paradas) y cronológica, comenzando con la primera nota de El Oro del Rin y terminando con el último acorde de El Ocaso de los Dioses; 2) Las transiciones tienen que ser armónica y periódicamente justificables, los contrastes deben ser proporcionales a la longitud de la obra; 3) la mayor parte de la música escrita originalmente para orquesta sin voz debe ser usada, agregando aquellas secciones con líneas vocales, esenciales para la síntesis, sólo cuando la voz pudiera ser doblada —o reproducida— por un instrumento; 4) cada nota debe haber sido escrita por Wagner. La empresa no era nada fácil, sin embargo, Maazel encontró una solución adecuada recurriendo a los numerosos leitmotivs —fragmentos musicales que se repiten una y otra vez, y que hacen referencia a escenarios, emociones o personajes— utilizados por Wagner. Nació así El Anillo sin palabras (1987).

El legado de Richard Wagner es tan amplio que no sólo alcanza a la música sino también al teatro, la escenografía, el ensayo, la interpretación mitológica, por mencionar sólo algunas áreas. Pero, indudablemente, lo que más ha trascendido es su invención del drama musical, producto culminante del romanticismo; la Gesamtkunstwerk u obra de arte total —combinatoria de música, danza, poesía, pintura, escultura y arquitectura—; y el uso de leitmotivs como sonoros hilos conductores que enfatizan la acción en una escena. Este wagneriano cauce creativo ha desembocado, e influido naturalmente, en un arte donde la banda sonora (soundtrack) y la música incidental (score) apuntalan dramas contemporáneos y, donde eminentes compositores como Ennio Morricone, Hans Zimmer y John Williams musicalizan formas modernas de la ópera y el teatro: ese milagro que llamamos cine.

Axel Juárez