Haydn / Mozart / Beethoven / Mendelssohn / Brahms / Tchaikowsky / Dvorak / Shostakovich 06/09/19

Axel Juárez | Tlaqná
Sinfonía n.° 31 “Hornsignal”, Mov. 1 - Franz Joseph Haydn / Sinfonía n.° 40, Mov. 1 - Wolfgang Amadeus Mozart / Sinfonía n.° 5, Mov. 1 - Ludwig van Beethoven / Sinfonía n.° 4 “Italiana”, Mov. 4 - Felix Mendelssohn / Sinfonía n.° 3, Mov. 3 - Johannes Brahms / Sinfonía n.° 4, Mov. 3 - PIotr Ilyich Tchaikowsky / Sinfonía n.° 9 “Desde El Nuevo Mundo”, Mov. 3 - Antonin Dvorak / Sinfonía n.° 5, Mov. 4 - Dimitri Shostakovich

Entre las primeras sinfonías de Franz Joseph Haydn (1732-1809) probablemente la más popular sea la Sinfonía No. 31 (1765) que, con los apodos de “La señal del corno” y “Sobre el mirador”, compuso cuatro años después de haberse integrado al equipo musical doméstico del príncipe húngaro Esterházy. Los dos sobrenombres de la obra se refieren a la cacería, pasatiempo favorito del príncipe Esterházy y del propio Haydn. Uno de los movimientos más populares de la música de concierto, llevado a innumerables contextos de la cultura popular, es sin duda el primer movimiento de la Sinfonía No. 40 (1788) de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Esta obra forma parte de sus últimas tres sinfonías, compuestas en tan sólo dos meses. De igual manera que la de Mozart, la Sinfonía No. 5, Op. 67 (1804-8) de Ludwig van Beethoven (1770-1827) se ha convertido en una de las más populares e interpretadas en la historia de la música, su mítico comienzo es, sin duda, el motivo musical más identificable de toda la música de concierto. Compuesta en un ejercicio magnífico de imaginación y cultura musical, a sus treinta y ocho años, cuando Beethoven ya se había quedado sordo, logró cautivar a millones de melómanos con cuatro notas y un genial desarrollo. El director de orquesta Leonard Bernstein, en su primera aparición en la serie televisiva Omnibus de 1954, dice respecto al primer movimiento: «Cada vez que veo esta partitura me sorprendo de cuan simple, fuerte y correcta es. Y de cuan económica resulta a nivel musical. Casi todos los compases de este movimiento se encuentran, de una forma u otra, basados en estas cuatro notas: tres soles y un mi bemol. ¿Qué hay con estas cuatro notas, tres corcheas y una blanca, que resultan tan fecundas y tan significativas, a tal punto que todo un movimiento de una sinfonía surja a partir de ellas?». La respuesta a estas preguntas implican una maravillosa clase de análisis y apreciación musical. Tanto Beethoven como Mozart se convirtieron en modelo y obsesión para Felix Mendelssohn (1809-1847), quien sin duda expresó este legado en su Sinfonía No. 4, Op. 90 “Italiana” (1833) donde una ágil y potente sección de cuerdas armoniza perfectamente con los vientos, especialmente en su cuarto movimiento Saltarello: Presto, una apoteosis sonora inspirada en un antiguo tipo de danza napolitana. Johannes Brahms (1833-1897) es considerado, con justa razón, heredero de Beethoven. Su creatividad hibridó las prácticas musicales de tres siglos con el folclor europeo y con el lenguaje musical de mediados y finales del XIX. La profunda amistad, admiración y pasión que se profesaron Clara Schumann (esposa de Robert Schumann) y Brahms se acentuaba en el oficio compartido: a menudo Clara era la primera persona que escuchaba sus composiciones, y en alguna ocasión se mostró irritada porque la Sinfonía No. 3, Op. 90 (1883) llegó a varios oídos antes que a los suyos. Respecto a ella, escribió a Brahms el 11 de febrero de 1884: «El tercer movimiento es una perla, pero una gris, sumergida en una lágrima de dolor, y al final la modulación es completamente maravillosa».
El 12 de febrero de 1878, la baronesa rusa Nadezhda von Meck, melómana, empresaria, y mecenas de Piotr Ilych Tchaikovsky (1840-1893), escribió al compositor informándole que «Me hago cargo de todos los aspectos de su vida […] Para que el talento pueda avanzar y conocer la inspiración, es indispensable que se libere de los aspectos materiales de la vida». Diez días después, el 22 de febrero, Tchaikovsky estrenaba en San Petersburgo su Sinfonía No. 4 (1877-8), dedicada a su mecenas; meses antes, Tchaikovsky le había asegurado que en esta obra encontraría «un eco de tus pensamientos y emociones más íntimas».
Desde niño, el compositor checo Antonin Dvorák (1841-1904) convivió con zíngaros, rutenos y moravos, pueblos de su natal Bohemia. Los sonidos de estas culturas le inspiraban, y no es difícil imaginar que cuando conoció las canciones negras e indias americanas les rindiera un homenaje, pues entendía a estas culturas como los gitanos del nuevo mundo. En 1893 Dvorak llevaba un año viviendo en Nueva York, dirigiendo el conservatorio de la ciudad, y fue durante esta estancia en los EUA que compuso su célebre Sinfonía No. 9 “Desde el Nuevo Mundo” (1893), cuyo tercer movimiento, Molto vivace, evoca a los indios iroqueses con sus tambores, en una danza guerrera y frenética contra los malos espíritus. Dvorak emplea en ella la escala eólica para representar a la cultura india.
En 1936, Stalin había iniciado en la Unión Soviética la Gran Purga, desapareciendo a supuestos conspiradores contra el Estado. Dimitri Shostakovich (1906-1975) llegó a ser acusado, en enero de aquel año, de cultivar una música burguesa, de conducta antisocial, situación que lo pudo haber llevado a la desaparición. De corte más tradicional que su predecesora, la quinta sinfonía llevaba el subtítulo (¿impuesto o valiente ironía?) de: “La respuesta de un artista soviético a una merecida crítica”. Para evitar interpretaciones malintencionadas, el compositor aseguró que su quinta se trataba de una sinfonía lírico-heroica, donde la idea principal era «la experiencia emocional y el optimismo triunfante del hombre. Quería mostrar cómo, venciendo una serie de conflictos trágicos, debidos a la lucha intensa que agita violentamente al alma humana, nace el optimismo como una concepción del mundo. Toda obra de arte contiene elementos autobiográficos y el tema de mi sinfonía es el de un hombre que se está haciendo». Según el gran violonchelista ruso Mstislav Rostropóvich, la Sinfonía No. 5 de Shostakovich recibió, el día de su estreno en 1937, un aplauso de cuarenta minutos. La consagración y el éxito musical de la obra probablemente le salvaron la vida a su autor.
Si algo caracteriza a los melómanos es su eclecticismo. Más allá de un aparente desorden estético, lo ecléctico de una selección musical invita a un buffet rico en sonoridades, alimento favorito de los amantes de la música. No sabemos a ciencia cierta si las piezas anteriores realmente fueron las dilectas de Juan Herrera Vázquez “Juanote” (1919-1989), mecapalero honesto y querido; pero sin duda las hubiera disfrutado, como gran parte del repertorio de esta Orquesta. Para complementar este homenaje musical, vale la pena recordar un homenaje literario: la nota al programa del concierto homenaje a Juanote el viernes 17 de febrero de 1989, escrito por otra gran sensibilidad musical xalapeña, el entrañable maestro Guillermo Cuevas, quien a lo largo de su vida ha encarnado mi ideal de melómano, y al que muchos le debemos interminables y apasionantes charlas sobre este multifacético arte. Juanote no pudo asistir a aquél primer homenaje —en el que se interpretó el mismo programa de esta noche, bajo la batuta del maestro José Guadalupe Flores—, y falleció a cinco días después del concierto. Sirvan las notas de esta noche (las musicales y las escritas) para recordar a un xalapeño fuerte y bondadoso, convertido ya en otro símbolo de esta bella y ecléctica ciudad.


Don Juan Herrera Vázquez, cargador de número.

Allá por el año del 44, cuando el gobernador Jorge Cerdán trajo a Limantour a la Sinfónica, a Juan Herrera Vázquez ya le gustaba la música, sobre todo aquella que tocaba la Banda del Estado con Don Juanito Lomán, jueves y domingos, puntualmente, en el mero Parque Juárez. Algunas veces ayudó a cargar los timbales del maestro Medrano y, si la cosa no quedaba tan lejos, también se echaba encima la tuba de Panchito Sánchez. Lo bueno de esas acarreadas es que le permitían quedarse a oír a los músicos, ya fuera sólo ensayo o presentación en toda forma, de esas a las que a veces iba el señor gobernador.
A la llegada de Limantour, la Sinfónica empezó a dar más conciertos, y cuando venía algún virtuoso del teclado a Xalapa, Juanote ya sabía que sería llamado para cargar el piano, el más pesado de todos los que había en la ciudad, ese que todavía existe en el Colegio Preparatorio, mismo que había que llevar dos cuadras completitas hasta el Teatro Lerdo, cada viernes de temporada, bien tempranito para el concierto de la noche.
Desde luego que a esos trabajos Juan Herrera Vázquez no iba solo. Al frente de un grupo de cargadores de los buenos —los de número— iba su padre, Don Rogerio Herrera, hombre de tantas confianzas que lo mismo cargaba enfermos delicados que llevaba dinero al banco, documentos importantes a la estación del ferrocarril y hasta regalos para contentar a novias celosas.
Xalapa todavía se dejaba caminar de punta a punta y siempre había cosas que llevar sobre los hombros. Una cama, un ropero, un armario, bultos de maíz, cajas de aguacate, garrafones de sidra. A veces era todo el equipaje de una familia que se iba para siempre; otras, las canastas llenas de fruta y verduras de alguna señora a la que se le había enfermado la muchacha, si es que a lo mejor no se le había ya escapado con el novio.
Juan Herrera siguió el oficio de su padre nomás porque no le gustó la escuela, pero eso no tuvo nada que ver con el buen desarrollo de su inteligencia y su sensibilidad. Muchos hombres letrados no verían el ejemplo de Juan con malos ojos, porque a algunos la escuela no les echa a perder el aprendizaje de aquellas cosas que son las que verdaderamente cuentan en la vida.
Para llegar a ser cargador en aquel tiempo, no bastaba estar fuerte y saberse las mañas que hacen que los objetos pesados se vuelvan dóciles, también había que dar pruebas de corrección y honorabilidad. Sólo así se podía aspirar a esa placa con número que todo cargador de respeto colgaba orgullosamente del cinturón. Al padre, a Don Rogerio le tocó el número tres; a Juan le tocó el trece, ese que dicen que es de mala suerte, pero que ahora resulta ser el último de todos los que portaron los cargadores de la Xalapa de otros tiempos y costumbres.
A la manera de los viejos generales, que lucen todas sus medallas cada vez que la oportunidad lo amerita, la placa de Juan se balancea siguiendo el ritmo de su paso y lo acompaña siempre que sale de su casa aunque no vaya a cosas del trabajo.
Juan Herrera —cuentan sus familiares— nunca enfermó. Acaso la música, a la que se volvió tan devoto y que tanto gusta de explicar a quienes no la entienden, fue para él una vacuna contra los males y achaques del ánimo y del cuerpo. Juanote escuchó a la Sinfónica de Xalapa siempre que pudo, en el Parque Juárez, el Estadio Xalapeño, la Antigua Normal, el Colegio Preparatorio, el Teatro Lerdo y, desde luego, en este Teatro del Estado.
En sus casi sesenta años de cargador, Juanote ha echado sobre sus hombros muchas cosas, sin faltar penas propias y hasta una que otra ajena, pero su especialidad han sido siempre los pianos. Xalapa siempre ha sido una ciudad de muchos pianos, y todavía viven personas que recuerdan cómo cada vez que alguien compraba o vendía un instrumento consideraba los ciento sesenta pesos que cobraba Juanote y sus cargadores por el traslado como parte inseparable del precio.
Con los años Juanote se hizo famoso. Le hicieron muchos dibujos y retratos, fue modelo ocasional o previsto de fotógrafos, salió en los periódicos y hasta la televisión de la capital de la República vino a Xalapa para entrevistarlo. No ha faltado quien lo proponga como símbolo de la capital Xalapeña… lo cierto es que su Xalapa apenas sobrevive en algunos lugares, como en esa Tercera de Moctezuma donde tiene su casa, callejón que se resiste todavía a los cambios de eso que han dado en llamar modernidad. Antes, tener un automóvil, como tener un título, significaba prosperidad material y no poco prestigio social. Hoy, cuando ya nadie piensa en caminar más de un kilómetro y las cargas se han vuelto tan pesadas que necesitan máquinas y no hombres, Juan Herrera Vázquez es más que nada el cariño y el aprecio de quienes lo han tratado y conocido.
Justamente por eso, la Orquesta Sinfónica de Xalapa le dedica este concierto. Ojalá que la música pueda, una vez más, animarlo y devolverle una salud que se ha visto quebrada por primera vez en sesenta y nueve años.
—Guillermo Cuevas

Axel Juárez