Moncayo / Angulo / Prokofiev 14/02/20

Axel Juárez | Tlaqná
Sinfonietta - José Pablo Moncayo / Concierto para guitarra, El Alevín - Eduardo Angulo / Sinfonía n.° 7 - Sergei Prokofiev
PABLO GARIBAY CON LA OSX FEBRERO 14, 2020 En 1935, un crítico musical de la Ciudad de México le dio a un puñado de discípulos de Carlos Chávez, empeñados en reavivar el espíritu nacionalista en la música mexicana, el sobrenombre de “Grupo de los Cuatro”. Este grupo lo conformaban el yucateco Daniel Ayala (1906-1975), el jalisciense Blas Galindo (1910-1993), el guanajuatense Salvador Contreras (1910-1982) y el tapatío José Pablo Moncayo (1912-1958). Moncayo comenzó sus estudios de piano a los catorce años, cuando su familia se trasladó a la Ciudad de México. En 1929 ingresó al Conservatorio Nacional, donde llegó a ser discípulo de Candelario Huízar (análisis, instrumentación y composición) y de Carlos Chávez (composición y dirección orquestal). Dos años después, en 1931, ya ocupaba un puesto de percusionista en la Orquesta Sinfónica de México, dirigida por el propio Chávez. Durante los siguientes dieciséis años Moncayo se desempeñó en esta misma orquesta como pianista (1932-1945), subdirector (1945) y director artístico (1946-1947). La Sinfonietta (1945) es una pieza breve representativa del estilo nacionalista e influenciada por la música de Aaron Copland, con quien Moncayo tomó clases en 1942 en Tanglewood, compartiendo cursos con Leonard Bernstein y Blas Galindo. La importancia de Moncayo en la música mexicana de concierto fue tan grande que el año de su muerte es considerado como el final del periodo nacionalista en México. Desde que el gran divulgador y virtuoso de la guitarra, el español Andrés Segovia, demostró en sus giras internacionales la capacidad expresiva y técnica de su instrumento, numerosos compositores –muchos incitados por el mismo Segovia– han escrito para las seis cuerdas, dejando atrás los tiempos en que la guitarra era despreciada como instrumento solista y orquestal. Brillantes piezas y conciertos nacieron así de la pluma de exploradores musicales como el italiano Mario Castelnuovo-Tedesco, el brasileño Heitor Villa-Lobos, el español Joaquín Rodrigo o el mexicano Manuel M. Ponce; reivindicando la importancia y las capacidades de la guitarra como instrumento de concierto. Gracias a la labor de estos compositores y otros más, de virtuosos instrumentistas como Alfonso Moreno y maestros entrañables como Manuel López Ramos, la guitarra se ha ganado un lugar digno como instrumento solista, de cámara y orquestal, encontrando en Latinoamérica un espacio de producción y recepción nada desdeñable. El compositor poblano Eduardo Angulo (1954) ha enriquecido esta tradición con su Concierto para guitarra No. 2 “El alevín” (1996), cuyo título refiere a un pez recién nacido, muchas veces utilizado para repoblar estanques y ríos. Se puede encontrar aquí la clave de un concierto programático y descriptivo, tomando en cuenta que el mismo autor ha señalado los símiles, tal como lo señala el cineasta y crítico musical Juan Arturo Brennan: «el primer movimiento es una descripción del nacimiento del alevín protagonista y de otros alevines. En el segundo, se plantea con sonidos una descripción del mundo y el ambiente que habita el alevín. En el tercer movimiento el alevín abandona su mundo conocido y cercano para lanzarse a surcar otras aguas lejanas y turbulentas, para luego regresar a las suyas propias. En términos generales, El alevín es un concierto alegre, ligero y de estado de ánimo optimista, señalado por una orquestación ligera, transparente y por momentos brillante, así como por algunos pasajes de corte casi impresionista. En su primer movimiento hay, por ejemplo, un interesante trabajo paralelo entre la guitarra solista y el arpa. El segundo movimiento inicia con la guitarra sola, y la orquesta se le va uniendo poco a poco, discretamente. El tercer movimiento es extrovertido y rico en su componente rítmica, con una participación especialmente destacada de la percusión». El compositor y pianista ruso Sergei Prokofiev (1891-1953) comenzó a escribir música desde que era un niño. Ya como estudiante, en sus composiciones profundizó en la tradición del romanticismo ruso, incluso al punto de exacerbarlas y llevarlas a la caricaturización. Posteriormente comenzó a contribuir, en la segunda década del siglo veinte, a los variados modernismos musicales que estaban surgiendo. Fue uno de los tantos músicos geniales afectados por la “Gran Purga” del estalinismo que, mediante un “Sindicato de Compositores Soviéticos”, ya había humillado a autores de la talla de Shostakovich y Khachaturian. Prokofiev denunció estas mezquindades en 1948, lo que complicó sus últimos años de carrera musical. Años atrás, como muchos artistas rusos, había dejado su país después de la Revolución de Octubre (1917), sin embargo fue el único compositor que decidió regresar, casi veinte años después de haber emigrado. El tradicionalismo musical interiorizado en su juventud, aunado al neoclasicismo que había ayudado a inventar, le permitieron desempeñar cierto liderazgo en la cultura soviética, cuyas demandas de compromiso político y utilidad supo cumplir con una extraordinaria fuerza creativa. La simplicidad, como elemento creativo y poderoso, se aprecia en su última sinfonía, escrita un año antes de morir: la Sinfonía No. 7, Op. 131 (1952) ha llegado a ser apodada “sinfonía infantil”, por el notorio afán de Prokofiev por mantener la simplicidad en la música y por haberla compuesta para la Radio Infantil Soviética. Prokofiev también fue reconocido por escribir música para niños de excelente manufactura, como la famosa pieza sinfónica Pedro y el Lobo (1936). Axel Juárez