Debussy / Strauss / Franck 20/03/20
CONCIERTO DE PRIMAVERA
MARZO 20, 2020
La apoteosis musical del siglo XIX encontró su última manifestación en la música de Claude Debussy (1862-1918), nacido en Saint-Germain-en-Laye, Francia. A los doce años ingresó al Conservatorio de París para estudiar solfeo con Lavignac, piano con Marmontel y armonía con Durand, en esta última clase se destacó por su interés en las armonías y desenvolvimientos libres, solamente sometidos a sus criterios de sensualidad sonora. Explorador musical y ávido deconstructor de tradiciones sonoras, a los diecisiete años viaja a Rusia donde se apasiona más de la música popular rusa que de la vanguardia del Grupo de los Cinco (Mili Balákirev, Aleksandr Borodín, César Cui, Modest Músorgski y Nikolái Rimski-Kórsakov). En esta época la música se hallaba en constante comunicación con otras artes, no sólo la literatura sino también la pintura; los simbolistas por un lado y los pintores impresionistas por otro, llevaban como bandera la musicalidad. El poeta popular del simbolismo, Paul Verlaine se hallaba en una búsqueda musical que encontró cauce en las composiciones de Gabriel Fauré; el simbolismo misterioso del poeta Stéphane Mallarmé buscaba otros matices, resonancias que terminarían por fraguarse en la música de Debussy. No es de extrañarse que la música de Debussy impactara tanto a poetas y pintores, Claude era asiduo de las famosas tertulias literarias que Mallarmé organizaba en su casa. Otro tertuliano, el poeta Paul Valéry evocó la atmósfera de aquellas reuniones: «A las nueve, en casa de Mallarmé. Es él el que nos abre. Pequeño. Da la impresión de un burgués tranquilo y cansado; de 49 años. A la luz de la lámpara, muy débil, la madre y la hija bordan. Rosas sobre el tono marrón de un minúsculo cuarto de estar. Blancos Monets en la pared. En el rincón una estufa alta en porcelana. La pipa. Él. Un sillón balancín. Primero, todo tranquilo (la hija es como antigua, encantadora, algo rara, cabeza griega, imperio); luego uno ve como la cosa se va animando. Para empezar –provinciano, felibre– ojos entornados, palabra como muerta, muy baja y, de pronto, ojos muy abiertos –frase en tono elevado… con jadeos. Este hombre se vuelve sabio sin dudarlo un momento (me complazco viendo que ya he sopesado, ayer, todo cuanto dice), tan pronto épico– tan pronto trágico». El ambiente de rebosante creatividad al que Debussy tuvo acceso le permitió nutrirse de juegos lingüísticos, imágenes poéticas, cultura visual y musical. El grupo de amigos se regodeaba en las disquisiciones estéticas, en la belleza de sonidos y palabras construidas bajo nuevos cánones. El compositor francés Paul Dukas evocó también aquél ambiente: «Impresionismo, simbolismo, realismo poético se confundían en un gran concurso de entusiasmo, de curiosidad, de pasión intelectual. Todos, pintores, poetas, escultores, descomponían la materia, la reformaban y deformaban a su capricho, la interrogaban, buscando sentimientos nuevos a las palabras, a los sonidos y a los colores, al dibujo […] Sonetos de Mallarmé y de Verlaine a Richard Wagner, pinturas de Degas y de Monzot, recuerdos de Renoir y de Claude Monet, la amistad de Chabrier por Cézanne y Manet, la traducción al francés de las obras de Dante Gabrielle Rossetti». No por nada Debussy quedó prendado de la fuerza visual y evocativa de una de las obras maestras del Renacimiento Italiano, Alegoría de la primavera o simplemente La primavera. Quiso llevarla a la música pero sin convertirla en algo programático, prescriptivo, sino evocando la imponente transformación de la naturaleza. Debussy recuerda el origen de Primavera (1887): «La idea que se me ocurrió fue componer una obra en un color muy especial que cubriera una gran variedad de sentimientos. Se llamará Printemps, no Printemps descriptivo, sino humano. Me gustaría expresar el lento y laborioso nacimiento de seres y cosas en la naturaleza, su gradual florecimiento, y finalmente la alegría de nacer en una nueva vida. Todo esto es sin programa, porque desprecio toda la música que tiene que seguir algún texto literario del que uno se ha apoderado. Así que comprenderá lo sugestiva que tendrá que ser la música, dudo que pueda hacerlo como yo quiera». La partitura tuvo un final trágico, incendiándose junto con el taller de su encuadernador, Debussy compuso una segunda versión once años después, eliminando el coro y añadiendo un piano a cuatro manos, posteriormente fue orquestada por Henri Büsser y estrenada el 18 de abril de 1913 en París, en la Société nationale de musique, bajo la dirección de Rhené-Baton.
En 1935, un crítico musical de la Ciudad de México nombró a un puñado de discípulos de Carlos Chávez, empeñados en reavivar el espíritu nacionalista en la música mexicana, como el “Grupo de los cuatro”, conformado por el yucateco Daniel Ayala (1906-1975), el jalisciense Blas Galindo (1910-1993), el guanajuatense Salvador Contreras (1910-1982) y el tapatío José Pablo Moncayo (1912-1958) quien comenzó sus estudios de piano a los catorce años, cuando su familia se trasladó a la Ciudad de México. En 1929 ingresó al Conservatorio Nacional, donde llegó a ser discípulo de Candelario Huízar (análisis, instrumentación y composición) y de Carlos Chávez (composición y dirección orquestal). Dos años después, en 1931, ya ocupaba un puesto de percusionista en la Orquesta Sinfónica de México, dirigida por el propio Chávez. Durante los siguientes dieciséis años, Moncayo se desempeñó en esa misma orquesta como pianista (1932-1945), subdirector (1945) y director artístico (1946-1947). Su última composición orquestal fue un poema sinfónico –una forma musical que busca capturar la historia o atmósfera de una obra no musical, como un poema o una pintura–, Bosques (1954) se incrusta en una larga tradición compositiva que hace de la naturaleza su pretexto e inspiración, como el oratorio El canto de los bosques de Dmitri Shostakovich (1906-1975), el vals Cuentos de los bosques de Viena de Johann Strauss Jr. (1825-1899), el poema sinfónico De los bosques y las praderas de Bohemia de Bedrich Smetana (1824-1884) y Los pinos de Roma de Ottorino Respighi (1879-1936). La obra abreva del lenguaje impresionista francés –que Moncayo asimiló más por su intuición sonora que por el aprendizaje técnico– combinado con el nacionalismo mexicano.
Entre los músicos notables por echar mano de las tradiciones populares musicales, se encuentran sin duda Debussy y Moncayo, Debussy por curioso explorador y Moncayo por nacionalista; otro compositor, otro nacionalismo distinto, el checo Antonín Dvorák (1841-1904) disfrutaba una fascinación especial por las antiguas tradiciones musicales y por la música popular. Durante gran parte del siglo XX no lo tomaron en serio, justo por esto, por parecer demasiado popular, agradable. No obstante, Dvorák no sólo utilizaba directamente las melodías populares que le interesaban, además las acoplaba con dominio dentro de cualquier género que probaba, desde el folclor eslavo de sus Danzas eslavas –en imitación a las Danzas húngaras de Brahms– al cancionero nativo americano y afroamericano cifrado en su novena sinfonía Del Nuevo Mundo, cuyo movimiento lento está inspirado en un spiritual negro. Constantemente en su obra encontramos melodías populares, borboteantes, entre hábiles orquestaciones y formas clásicas de la sinfonía: el modelo beethoveniano. La Sinfonía número 8 en Sol mayor, op. 88 (1889) inicia con un tema emocionante que llena de un tono jubiloso a la obra, hasta el allegro final donde regresa el tema inicial transfigurado como tema principal. Compuesta en la tonalidad de sol mayor, no muy frecuente en el repertorio sinfónico, le permitió a Dvorák explorar dentro del registro armónico más natural a la música folklórica y a la Canción. Los aires populares que pueblan la sinfonía se combinan magistralmente con la estructura del canon clásico, ejemplificando bien el por qué Dvorák, el posromántico, fue el más notable representante del nacionalismo checo.
Axel Juárez