Bizet / Tomasi / De Falla 18/11/22
Existe un lazo azul que podría unir las diferentes obras que conforman el programa de esta noche: es el azul más profundo, el que hunde sus raíces en el Mediterráneo. Porque es el mar y el deseo de retorno a un origen real o imaginado, a lo genuino, a lo ancestral (desde las propias raíces culturales o a través de la evocación orientalista) lo que nos permite hoy hablar al mismo tiempo de Manuel de Falla, de Georges Bizet y de Henri Tomasi (Marseille, 1901 - Paris, 1971), provenzal de nacimiento y corso de origen. Gabriel Viaille lo etiqueta como sensual y místico a la vez, poeta, creador comprometido, conocedor de todos los estilos. El propio Tomasi, citado textualmente por Viaille, considera que avanza por la vida a través de verdades sucesivas y se define como un melodista que no renuncia a los lenguajes más avanzados; y añade: "No amo ni las fórmulas ni las clasificaciones(...) Siento horror ante los sistemas o los sectarismos. La vida se burla de los sistemas, los desintegra todos con el tiempo."
Más allá de la diversidad de géneros cultivados, el mar fue para este creador fuente de inspiración recurrente: la ópera l’Atlantide (1951), el drama lírico Le silence de la mer (1959) o el juego literario-musical Ulisses ou le beau périple (1961) servirían como ejemplo de lo dicho y, quizá también, podrían ser guiño o evocación a Manuel de Falla. Su composición más popular, el Concierto para trompeta (1948), ha sido interpretado y grabado por los más grandes solistas de la segunda mitad de siglo. Combina en el primer tiempo, el Allegro, destellos de una vitalidad de apariencia trivial, con la profundidad y el lirismo que se convertirán en poesía y zozobra en el segundo movimiento, el Nocturno, para culminar en la explosión, en pinceladas de color, que representa el Finale. Todo esto desde la confluencia de trazos o estilos que se convierten en el sello personal de las poliédricas apuestas del compositor.
La muerte prematura de Georges Bizet (Paris 1838 - Bougival 1875) quedaría vinculada para siempre a la escena en la que Célestine Galli-Marié, primera Carmen de la historia, anunciaba su propio destino, durante el trío de las cartas del tercer acto: el joven compositor, abrumado por las dificultades que generaron la gestación y estreno de su última ópera, sobrevivía a una angina de garganta mal curada y a un reciente brote de artritis (posterior a un baño en el Sena) cuando, en plena representación, sufrió un aneurisma para morir poco después, durante la noche del 2 al 3 de junio. Bizet se había instalado, meses antes, en una casa frente al río, buscando calma e inspiración para cumplir, desde un libreto de Meilhac y Ludovic Hálevy (basado en la novela homónima de Prosper Mérimée), con el encargo de l'Opéra-Comique: "une petite chose facile et gaie, dans le goût de nôtre public avec, surtout, une fin heureuse". La polémica estaba servida porque, resumiendo una idea de Jean C. Casadessus, el primer golpe de platillos de la obertura, fulgurante como un rayo de sol, ilumina a su vez la punta amenazante de un cuchillo, conduciendo, implacable, a la fatalidad de la muerte. El estreno de la ópera francesa más representada en el mundo generaría, pues, críticas y escándalos. Por desgracia, Bizet no llegó a vivir, nos recuerda Alex Burns, el éxito internacional que acompañaría su obra, pocos meses después de su estreno. Se dice que Johannes Brahms la llegaría a ver hasta en veinte ocasiones y es conocida la devoción que manifestó por ella Friedrich Nietzsche, además de los certeros augurios sobre su futuro expresados por Piotr I. Tchaikovsky o los elogios que le dedicó Richard Wagner.
Póstumamente, Ernest Guirard, amigo de Bizet y artífice también de la reconversión de los diálogos de la versión original en recitativos, produciría, entre 1882 y 1887, las dos conocidas suites para orquesta, utilizando como esqueleto diferentes motivos de la obertura de la ópera, además de recuperar el material y las texturas de los tres Entractes —desde un principio de fidelidad a las piezas originales— presentados, no obstante, en orden inverso. La nueva edición que publicaría Fritz Hoffmann (1905) incorporaría la Seguidille, modificando con oboes y trompetas algunos aspectos de la orquestación original, con la intención de poder imitar mejor la voz humana.
Al ímpetu de la “Aragonesa”, concebida desde una jota que danza sobre un obstinado escrito en la llamada gama española, le seguirá esta noche el lírico y delicado "Interludio". La "Habanera", que huele a tabaco cubano en manos de las cigarreras y a cálido exotismo, se imbrica desde un motivo melódico que no es original de Bizet, con la esencia del mito de Carmen: divinidad de la tierra, erotismo y sacralidad primigenia que se perfilan como origen y continuidad de toda pulsión vital, por oposición a la simple, nítida, presente y contundente traza en música de Escamillo, el toreador; concebida su canción, en su versión instrumental desde el poderío sin fisuras visibles de una trompeta, montada en el “caballo”, arrogante, de la cuerda: la jalea el plenilunio de la orquesta.
Explica Jorge de Persia sobre Manuel de Falla (Cádiz, España 1876 - Alta Gracia, Argentina, 1946) que su música finge evocar paisajes, aunque, en realidad, dibuje jardines. Su vida, según Jaume Pahissa, transcurre entre un puerto abierto al mundo, “el puerto para el camino de América hacia Occidente, y para el de las Filipinas y las Marianas y las Palaus y las Carolinas, hacia el lejano Oriente” y la travesía que le llevaría como es sabido, a su exilio argentino sin retorno. A una infancia prendida de canciones e historias contadas por La Morilla, su niñera, seguirían los primeros años de formación en Andalucía. Ya en Madrid, pasaría, feliz, a ser discípulo de Felip Pedrell, padre de la musicología hispana y maestro de maestros. Sabido es que el panorama de la capital a inicios de siglo no podía brindar más allá de los encargos de Zarzuelas, grandes oportunidades de trabajo a un joven compositor: a pesar de ganar el premio de la Academia de Bellas Artes en 1905 con su primera ópera, La vida breve, no consigue estrenarla hasta 1913 en Niza. La aridez del terreno (que tanto lamentaba Pedrell) sería un argumento decisivo para iniciar una estancia en Paris, la ciudad, nos recuerda Jorge de Persia, donde el pianista Ricard Vinyes estrenaba Débussy, Ravel o Satie; el Paris, también, de Albéniz, Malats y Granados, de un Paul Dukas que elevaría el ánimo del compositor recién llegado; y el Paris, escribe Janés, en el que supo desvelar interés, junto a Frederic Mompou y compartiendo con él la “natural tendencia a la contemplación, por no decir al misticismo”, entre los círculos aristocráticos, ya que “si Falla estrena el retablo de Maese Pedro en el de la princesa de Polignac, él [Mompou] toca en casa de Rothschild, o de los príncipes Bassiano de Gaetani.” El París, en definitiva, del Grupo de los seis, de Diaghilev y del tempestuoso estreno de Le sacre du printemps.
El estallido de la Gran Guerra forzaría el retorno, en 1914, a Madrid. Serán años de estrenos, de viajes y de los primeros homenajes: emergen las Siete canciones españolas y fructifica artísticamente el contacto iniciado en París con Maria de la O. Lezárraga y su esposo, Gregorio Martínez Sierra. Según Antonio Iglesias, éste sugeriría al compositor la creación de una obra concebida a la medida de Pastora Imperio. Nace así la gitanería de 1915 en 16 cuadros para orquesta de cámara y cantaora, primera versión del Amor brujo (15 de marzo, Teatro Lara de Madrid) como una pantomima bailada. Más adelante, Falla la instrumentaría para orquesta sinfónica y mezzosoprano (1916). No se convertiría en un ballet hasta 1925 y, de esta versión, surge la suite orquestal que conocemos.
En la concepción del ballet El Sombrero de tres picos (1917-1919), con libreto de María de la O. Lejárraga (firmando como Gregorio Martínez Sierra), confluyen por una parte el poder creativo de unos lazos humanos que van más allá de lo artístico con un encuentro extraordinario por la otra. Extraordinario e histórico proyecto de los Ballets Rusos de Diaghilev, en palabras de Vicente García Márquez, ya que Pablo Picasso, estuvo a cargo de los figurines y decorados, y un Léonide Massine de 24 años, que enloquecería al público con su Farruca, aplicó en la obra su innovador talento como coreógrafo. La atmósfera deseada era claramente goyesca “puesto que Falla se había inspirado en Fuendetodos, lugar de nacimiento del pintor, puesto que Picasso había tomado de sus cuadros los colores y las formas del vestuario y puesto que Massine había sacado de El Pelele […] la idea de mantear un muñeco que representaba al corregidor al final del espectáculo.
Efectivamente, el proyecto nace a partir de la revisión de El corregidor y la molinera, basado en la novela dieciochesca de Pedro Antonio de Alarcón. Un concierto parcial en el Teatro Eslava de Madrid el 17 de junio de 1919 fue antesala del estreno del ballet completo en el Alhambra de Londres el 22 de julio. Las dos suites para orquesta, concebidas entre 1919 y 1921, se construyen, respectivamente, a partir de las escenas y danzas de la primera parte y de tres danzas de la segunda, culminando con la poderosa danza final, la conocida Jota.
A partir de 1920, Falla fija su residencia en Granada; le arrancarán de su Andalucía natal los horrores de una guerra que habrá dejado durante casi un siglo, yerma de flores esta tierra incapaz de encontrar donde yace enterrado Federico García Lorca, su llorado amigo. Los veinte años que dedicó Falla a intentar completar l’Atlàntida, inspirada en el poema épico de Jacint Verdaguer que tanto le fascinó desde la infancia y pensada para el Orfeó Català, representan, en cierta manera, una metáfora del propio universo hundido, cuya imagen se funde con el desgarrador viaje que emprendió en 1939, para morir silenciosamente el 14 de noviembre de 1946 en su casita de Alta Gracia, Argentina.
Dra. Rosa Palmira Tamarit
directora de “Lettere in musica” URV