Wagner 14/06/24
Rosa Tamarit Sumalla | Tlaqná
Los Maestros Cantores de Núremberg
WAGNER, EL COLOSO Y SUS LLAMAS
Aunque esté ya todo escrito sobre Richard Wagner (Leipzig, 1813-Venecia 1883), cabe aquí, una vez más, recordar su colosal figura y su visión reformadora sobre el espectáculo operístico, visión que parte de una mirada, a modo de retorno, hacia los orígenes de la historia del teatro europeo (la Tragedia). Wagner imaginará un universo sonoro que representa la expansión del sistema tonal hasta sus límites, expansión que dialoga con un tejido melódico (melodía infinita) capaz de vincular el discurso dramático-musical a la idea del motivo conductor (Leitmotiv) y al concepto de obra de arte total (Gesamtkunstwerk). Dicho concepto supuso una implicación integral del compositor en todo el proceso de creación, incluyendo la concepción de los textos y redacción de sus librettos (si podemos utilizar este nombre), con sus ricas acotaciones. A través de un grandioso concepto de dramaturgia musical, vinculó, además, la eficacia de su legado artístico a un elevado sentido filosófico, reivindicado también a través de diversos escritos. Desde una visión crítica hacia la ópera belcantista del romanticismo, al gusto y a la medida de la burguesía, el compositor rechazó su superficialidad defensando un compromiso estético con la “verdad” teatral explicada en música, compromiso que pasaría también por la educación del público y por incorporar elementos innovadores en relación a la recepción del espectáculo operístico.
Wagner nacería el mismo año que Giuseppe Verdi (1813-1901). Los compositores de ópera más emblemáticos del romanticismo desarrollaron una ingeniería dramático-sonora capaz de expresar, junto a los grandes sentimientos de pertenencia colectivos, la profundidad de las pasiones individuales. Un lenguaje que, superando la supremacía del artificio vocal y el gusto por las melodías dulzonas y elegantes, generaría secuencias grandiosas y, a su vez, íntimas, explicadas en música.
La infancia del compositor estuvo marcada por el desarraigo: Su madre, Johanne Rosina, no pudo hacerse cargo sola de sus nueve hijos. Vivió, tras morir su padrastro Ludwig Geyer (1821), a cargo de familiares preocupados por darle una formación humanística y artística, formación que nunca pudo tener continuidad. McGregor Dellin narra en detalle las angustias de sus años jóvenes, la muerte de su hermana Rosalie, los encuentros y desencuentros con Minna Planner (su primera esposa), los inicios en Würzburg, Königsberg, Riga... Fueron tiempos de experimentación, de proyectos, de fracasos (Die Feen, 1833 y Das Liebesverbot, 1836). Se ha escrito mucho sobre su paso desolado por Paris, tras una peligrosa huida por mar, desde Riga a Londres, huyendo de sus acreedores. Llegará, después, una importante etapa en Dresden, con los estrenos de Rienzi (1842) Der fliegende Holländer (1843) y Tannhäuser (1845). Implicado en causas revolucionarias junto a Bakunin y Röckel (Dresdner Maiaufstand ,1849) ,se vería forzado a un largo exilio en Suiza. Son años de lenta intensidad emocional y creativa: el estreno de Lohengrin (1850) dirigida por su amigo Franz Liszt, la relación intelectual y amorosa con Mattilde Wesendonck, que alimentaría la creación del Tristan (1865), su separación definitiva de Minna, la nueva vida con Cosima Liszt, el estreno de Die Meistersinger (1868) la larga gestación de la Tetralogía (1876) y de Parsifal (1882)… Sería, como es sabido, la intervención de Ludwig II de Baviera, la que permitiría a Wagner salir airoso de un mar de deudas y ver realizados sus proyectos, incluida la construcción del teatro de Bayreuth, bajo el auspicio del monarca, a la medida de un ideal estético grandioso, único.
Apuntes sobre un programa colosal
Die Meistersinger von Nüremberg (Teatro Nacional de Munic, 1868) recrea la figura de Hans Sachs (1494-1567), músico, poeta y zapatero de oficio en el Nüremberg de los tiempos de Martín Lutero. La sucesión de motivos expositivos de su obertura nos habla de la dialéctica entre lo antiguo y lo moderno, mostrando el contundente valor de la tradición de los Meistersinger y la importancia de su arte, bandera de una ciudad emergente; dicho arte, no obstante, necesita alimentarse de la fuerza del amor (representado en Eva y el cantor Walther) y del compromiso con la autenticidad creativa (Hans Sachs), fuentes nuevas de inspiración que emergen de la bondad y la sensibilidad.
La obertura arranca con un primer motivo al unísono, potente, sin fisuras, opuesto a la sensibilidad volátil del segundo (breve, como un balbuceo) para desembocar en la magistral adaptación de la melodía de Heinrich von Mügen (S.XIV, motivo del rey David), que identifica a los maestros cantores. Cierra la primera sección de la exposición el Leitmotiv inicial, tratado ahora a partir del juego contrapuntístico, desembocando en un puente que nos llevará hacia el segundo tema, el gran motivo del amor. Sin disponer aquí de espacio para presentar un análisis completo, destacar como en la sección final (reexposición) el coloso nos conduce al clímax a partir de un magistral ejercicio de contrapunto. Como en el stretto de una gran fuga, los diferentes motivos sonaran simultáneamente: la tradición, la sabiduría musical, la fuerza del amor, la inspiración, la juventud e, incluso, la visión crítica del personaje más quisquilloso (Beckmesser) como elementos necesarios para llevar a la plenitud, a la perfección, la obra de arte.
Peter Berne considera Parsifal como la más elevada representación de la interioridad humana y describe en detalle el largo proceso de gestación del drama sagrado, desde el primer contacto con la historia de Lohengrin (1842) o las lecturas de Wolfram von Eschenbach, entre otras. (1845). Berne cita, en línea con Kinderman el conocido “Karfreitags-Erlebnis”(1857), momento de inspiración extática, un viernes santo. Se habla de un primer esbozo perdido y de un borrador en prosa escrito en 1865 a petición de Ludwig II de Baviera. A partir de 1877, estrenado ya el Anillo, Wagner se dedicaría plenamente a consolidar su última obra, estrenada en Bayreuth en 1882 . Berne analiza la importancia de los objetos, algunos presentes ya en la obertura en forma de Leitmotiv, destacando la función simbólica de dos de ellos, el Grial y la lanza: permitir que aflore a la superfície lo más profundo de la persona humana. En relación al Grial (el cáliz de la Eucaristia,que recogió la sangre derramada bajo la Cruz), el autor nos recuerda que se trata del elemento más recurrente del imaginario wagneriano. La obertura de Parsifal nos situa desde la exposición del primer motivo, en la contemplación y en un clima extático,místico. Cabe recordar, por último, que Wagner concibió la obra a partir de la imaginería cristiana aunque su sentido profundo abrazaría el budismo.
Lucino Visconti recrea en Ludwig (1973) el regalo de cumpleaños que Richard ofrecería a Cosima para el primer día de Navidad de 1870, transformando la villa de Triebschen (Suiza) donde se estrenó el Siegfried-Idyll (originalmente “Idilio de Triebschen”) en un marco escenográfico ostentoso y sutilmente decadente.
Concebida originalmente para los trece músicos que podía admitir la estrecha escalera de la villa (quinteto de cuerda, flauta, oboe, trombón, dos clarinetes, dos trompas y una trompeta) , se editaría años después en una versión para 35 instrumentos. De evocadora inspiración beethoveniana, su bello tema central reaparecerá en boca de Brühnilde (Siegfried, acto III). Más adelante, el oboe introduce un segundo motivo, basado en una nana que Wagner había transcrito para su hija Eva en 1868. A destacar también la breve incursión de la trompeta, que asociamos, cuando reaparece en la Tetralogía, con la pulsión vital de Siegfried. El idilio es, en definitiva, el sonido de la ternura, un canto a la fuerza transformadora del amor, el sueño de un oasis familiar lleno de niños.
Cabe recordar que el Anillo gravita sobre el antiguo mito de Siegfried, el héroe libre y salvaje que vence al dragón y salva a una doncella de encantamiento. En línea con la leyenda nórdica, Wagner, nos recuerda Paloma Ortiz-de-Urbina , recrea inicialmente la historia de la muerte de Siegfried (1848) y, de la necesidad de dar consistencia y dotar de caracteres nítidos al personaje, surge tres años más tarde el relato del joven Siegfried. Así, durante más de veinte años se van engendrado, en sentido inverso, los textos del prólogo y las tres jornadas del Anillo del Nibelungo, cuya música, escrita entre 1869 y 1876, se estrenaría en el nuevo teatro de Bayreuth.
La muerte de Siegfried (Götterdämmerung) y la música para su funeral son, en realidad, el núcleo de la tetralogía. La secuencia fúnebre, tejida a partir de los diferentes motivos relacionados con la vida del personaje (los temas de sus padres, Siegmund y Sieglinde, hijos de Wotan, el de los Volsung, el amor de Brühnilde o el del viaje por el Rhin) y los relacionados con la muerte del Héroe, narran y acompañan el descenso trágico. Siegfried es asesinado por Hagen justo después de haber recuperado la conciencia plena, en el preciso instante de su acceso a la madurez. Su muerte hará inevitable el sacrificio de Brühnilde, en un final dramáticamente insuperable (inevitable e inesperado a la vez), lanzándose montada en su caballo Grane a la pira que destruirá el Walhalla, para retornar el anillo de al fondo del río, la naturaleza, su legítima dueña.
La concepción del Héroe, (joven, robusto, libre) nace, y no es casual, en tiempos de revolución y de exilio, y la construcción de un ser natural, puro y capaz de utilizar todos los dones de la naturaleza para conseguir sus propósitos, habla de un supuesto ideal de hombre nuevo. A su vez, su propia crueldad inconsciente, es la que le permite avanzar sin miedo. La muerte de Siegfried es también la muerte de un ideal que conduce, inevitablemente, a la destrucción.
Cierra este programa colosal la Cabalgata de las Valquirias (Die Walküre, Bayreuth 1876), fragmento que F.F. Coppola dejó asociado para siempre a la pulsión destructora de Occidente, en su adaptación libre de “El corazón de las tinieblas” (J. Conrad). Hablamos de la conocida secuencia de Apocalypse Now (1979), concebida sobre un abrupto obstinado (sonido de helicóptero) que deja apenas escuchar la llamada de las Valquirias, cuya misión consiste en conducir a la residencia de los dioses a los héroes muertos en batalla. Ahora bien: nunca llegaron las hijas de Wotan a amortajar sus cuerpos para llevarlos al Walhalla, quizá porque aquellos hombres no eran héroes: eran seres sin nombre convertidos en asesinos, a las órdenes de los señores de la guerra.