Anton Bruckner

Axel Juárez | Xalapa
MAR. 14 - TEMPO. 1 2025

Historiar el siglo XIX musical es muy complicado. De acuerdo con el especialista de ese siglo, Walter Frisch: «No hay historia de la música del siglo XIX que pueda hacer justicia a su tema manteniéndose estrictamente dentro de los límites de los años 1800 y 1900».[1] No obstante, se pueden seleccionar dos fechas clave para explicar la densa red de compositores, intérpretes, editores, promotores, partituras, tradiciones orales, públicos, instituciones, ciudades y naciones que dieron forma al fructífero siglo XIX musical: 1815-1890.

1815 coincide con el Congreso de Viena, que marcó el fin de las Guerras Napoleónicas y reconfiguró el mapa de Europa. En lo musical, surgieron nuevos géneros y estilos, además de avances socioculturales que afectaron la vida musical europea. Surgieron compositores como Franz Schubert (que infundió nueva vida al lied alemán) y Gioachino Rossini (que hizo lo propio con la ópera italiana). Beethoven todavía era considerado el más grande compositor vivo, pero en torno a este año se retiró de la vida pública.[2]

En la década de 1890 surgieron una serie de novedades musicales que se agruparon bajo el concepto de «Modernismo» y que reflejaban los cambios sociales, culturales y tecnológicos de la época. A saber: énfasis en el color y la tímbrica, uso de la disonancia, nuevas formas de realismo dramático, fragmentación y collage, exploración de nuevas armonías y tonalidades, relación conflictiva entre artista y público, así como la influencia de otras artes y culturas. En resumen, el Modernismo se caracterizó por una ruptura con las convenciones del siglo XIX. Compositores como Claude Debussy, Gustav Mahler, Richard Strauss y Giacomo Puccini formaron parte de esta transición, explorando las novedades musicales mencionadas y liberándose, en cuanto a estructura y color sonoro.

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Anton Bruckner (1824-1896) fue una de las figuras más singulares de la música del siglo XIX. Nació en una aldea de la Alta Austria y creció en un entorno donde la música y la educación estaban íntimamente ligadas a la vida religiosa. Su padre, Anton, maestro local y organista de la iglesia del pueblo, lo introdujo desde temprana edad a la actividad musical. En 1837 muere el padre y la familia queda en una situación de absoluta precariedad. La madre de Bruckner consigue que lo admitan en el monasterio agustino de San Florián, como corista. Esto fue decisivo en la vida musical del joven Anton.[3] Y en su vida espiritual, se desarrolló en una profunda religiosidad.

En San Florián, Bruckner se familiarizó con un amplio repertorio de música sacra y desarrolló una devoción por la música de Schubert, que se interpretaba regularmente en el monasterio.[4] En 1858, se convirtió en Kapellmeister de San Florián, diez años más tarde se trasladó a Viena para ocupar un puesto como profesor de armonía y contrapunto. Trabajó también como «organista provisional» en la Capilla Imperial, hasta que su creciente fama como virtuoso e improvisador lo colocó en el puesto de organista de la Corte en 1878.

El reconocimiento de Bruckner como compositor llegó tardíamente. Cuando se estableció en Viena, en 1868, se vio envuelto en intensas disputas político-musicales que afectarían la recepción de su obra. El influyente crítico Eduard Hanslick y sus seguidores –representantes de un liberalismo político combinado con un conservadurismo musical– condenaron lo que percibían como un «wagnerismo incontrolado» en la música de Bruckner. Cabe mencionar que Hanslick y sus aliados tenían a Brahms como ídolo.[5]

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Las sinfonías de Bruckner, incluyendo la Novena, están influenciadas por la estructura de la Novena Sinfonía de Beethoven (1824). Bruckner utiliza movimientos largos, adagios sostenidos y patrones rítmicos característicos (como su ostinato formado por un par de negras, seguidas o precedidas, por un tresillo de negras; conocido informalmente como ‘ritmo Bruckner’).[6]

La última sinfonía de Beethoven le proporcionó a Bruckner las claves de sus cuatro tipos de movimientos: el primer movimiento de amplio alcance; el gran adagio construido a partir de la alternancia variada de dos temas; el scherzo en forma sonata y el enorme final acumulativo. Así como la tendencia a comenzar una sinfonía con un tenue sonido de fondo, casi como emergiendo, imperceptiblemente, del silencio.

Bruckner y Brahms fueron rivales en Viena, y sus estilos sinfónicos comparados constantemente. Mientras Brahms era visto como un tradicionalista, Bruckner fue etiquetado como «sinfonista wagneriano», lo que le valió críticas y ridiculización en su época.[7] Esto influyó, probablemente en su obsesión por corregir y publicar diferentes versiones de sus obras.

Bruckner fue profundamente influenciado por la música de Wagner pero no por su dramatismo o por sus teorías. Le fascinó el Wagner puramente musical, no el operístico. No le atrajo el drama sino la disolución armónica.[8] El estilo sinfónico de Bruckner se caracteriza por una orquestación exuberante[9], audacia armónica[10] y texturas motívicas complejas[11], elementos que tomó de Wagner.[12]

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El virtuosismo de Bruckner como organista se vio reflejado en su estilo compositivo. Se podría decir que trata a la orquesta como un órgano: «Los distintos bloques sonoros –cuerda, viento-madera, viento-metal– tienden a no fundirse, sino a ser contrapuestos unos a otros de una forma que es característica del órgano».[13]

Philip Glass (1937), uno de los compositores más influyentes del minimalismo, ha sido reconocido por su enfoque de estructuras repetitivas y patrones rítmicos que crean un efecto hipnótico y meditativo. En sus memorias, Glass reflexiona sobre la influencia de Bruckner en su obra, destacando aspectos clave que resonaron en su propia práctica compositiva:

«De Bruckner y Mahler no solo me interesaba la orquestación sino también la longitud extrema de sus piezas que podían alcanzar fácilmente la hora y media o las dos horas de duración. Me gustaba su escala. En cierto sentido, eran excesivas, pero también eran como un gran lienzo pintado en clave de tiempo. […] Bruckner componía sinfonías épicas que casi parecían construcciones barrocas de música sinfónica. Enormes objetos graníticos pero en música. Su música me recordaba mucho a la sacra y más tarde me enteré de que Bruckner había sido organista. En sus sinfonías parecía haber buscado que la orquesta sonara como un órgano. Hasta ese punto la dominaba».[14]

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La música de Bruckner está impregnada de simbolismo, especialmente en el uso de intervalos y estructuras que evocan conceptos religiosos y espirituales. Por ejemplo, la caída de octava y el descenso de tercera son recurrentes en sus obras, sugiriendo la Grandeza Divina.

Los intervalos, en música, son las distancias entre dos sonidos. Son fundamentales en la estructura musical y en la creación de melodías. Los intervalos no son solo elementos técnicos de la música, representan un lenguaje simbólico que conecta lo físico con lo metafísico.[15]

La música ha sido asociada con conceptos metafísicos y simbólicos a lo largo de su historia. Los antiguos consideraban los intervalos como manifestaciones de un orden cósmico. Hay argumentos que sostienen que los intervalos resuenan con aspectos de la existencia y el universo, lo que permite que estas combinaciones sonoras representen ideas, emociones y estados del ser. Los intervalos precisos pueden provocar reacciones emocionales y efectos físicos en el organismo, influyendo en nuestro bienestar. La inexactitud en los intervalos puede ocasionar tensión y malestar.[16]

Bruckner, en su Novena Sinfonía, utiliza el intervalo de octava como un símbolo de trascendencia y unidad. La octava, con su relación de frecuencia 2:1, representa una repetición de la misma nota en un nivel superior, lo que evoca una sensación de elevación y completitud. En el Adagio de su última sinfonía, Bruckner utiliza este intervalo para crear una sensación de despedida de la vida y, al mismo tiempo, de esperanza en la trascendencia. Como si la música buscara elevarse hacia lo divino.

La octava, al fusionar dos notas en una sola percepción sonora, simboliza la unión entre lo terrenal y lo divino[17]. En Bruckner se convierte en un efecto relevante, especialmente cuando utiliza corales, que son pasajes musicales que imitan el estilo de los cantos religiosos, con un carácter solemne y contemplativo. Un recurso que le sirve para expresar espiritualidad. Mejor imposible en una obra como la Novena, escrita en medio de la enfermedad y la proximidad de la muerte. Al combinar elementos de la música sacra con la forma sinfónica, Bruckner crea una síntesis única entre lo religioso y lo secular.

En las sinfonías de Bruckner, especialmente en sus movimientos finales, se percibe una constante lucha entre la oscuridad y la luz, reflejando una visión cristiana del sufrimiento y la redención. Esta tensión entre lo sombrío y lo luminoso es central en su lenguaje sinfónico.[18]

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La Sinfonía No. 9 en re menor, WAB 109 fue compuesta entre 1887 y 1896. Bruckner comezó a escribirla inmediatamente después de terminar su Octava. Aunque viviría nueve años más desde que la comenzó, nunca la completó. Había pasado toda su vida laboral luchando contra el rechazo y la crítica, obsesionado con revisar sus obras anteriores.[19] El Adagio de su Novena (escrita en re menor, al igual que la de Beethoven) representa el último esfuerzo creativo del compositor, ya gravemente enfermo. Este movimiento tan emotivo fue escrito con las últimas reservas de energía física y espiritual de Bruckner. Dedicó su sinfonía «al amado Dios» (dem lieben Gott)[20]. Una despedida musical de la vida, con pasajes que evocan tristeza y resignación pero también búsqueda de trascendencia, como si el compositor estuviera preparándose para su propio final.

Estamos ante una obra maestra que encapsula la esencia espiritual de su creador. El primer movimiento, Feierlich, misterioso (Solemne, misterioso), iniciado en agosto de 1887 y completado en diciembre de 1893, abre la sinfonía con una mezcla de solemnidad y drama, alternando pasajes de intensa energía con momentos de profunda serenidad. El segundo movimiento, Scherzo: Bewegt, lebhaft (Movido, vivaz), esbozado en 1889 y finalizado en febrero de 1894, contrasta con su ritmo enérgico y carácter casi danzante, interrumpido por un Trio más lírico que Bruckner revisó en varias ocasiones. El tercer movimiento, Adagio: Langsam, feierlich (Lento, solemne), terminado en noviembre de 1894, es el corazón emocional de la obra, una meditación profunda y conmovedora llena de belleza melódica y una sensación de despedida. El cuarto movimiento, Finale (incompleto), comenzado en mayo de 1895 pero nunca concluido, quedó como un conjunto de bocetos que sugieren una intención de cerrar la sinfonía con una grandiosidad épica.

Anton Bruckner falleció el 11 de octubre de 1896 a las cuatro de la tarde. Después de una ceremonia en la Karlskirche de Viena, sus restos fueron trasladados a la basílica del monasterio de San Florián, donde fue sepultado el 15 de octubre. Su sarcófago, colocado bajo el órgano que tanto amó, lleva una inscripción que resume su fe y legado: Non confundar in aeternum (No estaré para siempre perdido)[21], las palabras finales de su Te Deum, una de sus obras más queridas. Bruckner había expresado su deseo de que este majestuoso himno sustituyera al Finale incompleto de su última sinfonía.[22]

La Novena, se erige como un testamento musical de la búsqueda espiritual de Bruckner, una catedral sonora que, combinando representaciones de lo terrenal y lo divino, tiene la capacidad para dejar al oyente en un estado de asombro y reverencia ante la inmensidad de su visión.

 

Axel Juárez,
escritor e investigador independiente.
diletanteparresia.substack.com

 

REFERENCIAS

«Anton Bruckner». En Wikipedia, la enciclopedia libre, 14 de diciembre de 2024. https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Anton_Bruckner&oldid=164120631.

Daniélou, Alain. «Metaphysical Correspondences». En Music and the Power of Sound: The Influence of Tuning and Interval on Consciousness, 1-9. Rochester: Inner Traditions International, Limited, 1995.

De Azúa, Félix. «Bruckner». En El arte del futuro: Ensayos sobre música, 70-94. Barcelona: Debate, 2022.

Frisch, Walter. La música en el siglo XIX. Traducido por Juan González-Castelao. Madrid: Ediciones Akal, 2018. https://public.ebookcentral.proquest.com/choice/publicfullrecord.aspx?p=5634790.

Glass, Philip. Palabras sin música: Memorias. Traducido por Mariano López. 1a. Barcelona: Malpaso Ediciones SL, 2017.

Hawkshaw, Paul, y Timothy L. Jackson. «Bruckner, (Joseph) Anton». En The New Grove Dictionary of Music and Musicians, editado por John Tyrrell y Stanley Sadie. New York: Grove, 2001.

Philip, Robert. The classical music lover’s companion to orchestral music. New Haven: Yale University Press, 2018.

Taruskin, Richard. Music in the Nineteenth Century. The Oxford History of Western Music, v. 3. Oxford?; New York: Oxford University Press, 2010.

Trías, Eugenio. «Anton Bruckner: Adiós a la vida». En La imaginación sonora. Argumentos musicales, 3a., 335-57. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2018.

 

 

[1] Frisch, La música en el siglo XIX, 11.

[2] Frisch, 12-14.

[3] Hawkshaw y Jackson, «Bruckner, (Joseph) Anton».

[4] Hawkshaw y Jackson.

[5] Taruskin, Music in the Nineteenth Century: Symphony as sacrament.

[6] Taruskin.

[7] Taruskin.

[8] De Azúa, «Bruckner».

[9] Con orquesta exuberante me refiero a un uso rico y expansivo de la orquestación, por parte de compositores como Wagner. Se trata de una orquestación con una gran variedad de timbres, dinámicas contrastantes y una instrumentación densa y colorida. Wagner amplió la orquesta tradicional, incorporando instrumentos (como las tubas wagnerianas) y explotando al máximo las posibilidades expresivas de cada sección instrumental. Este enfoque, que creaba una sonoridad opulenta y envolvente, influyó notablemente en compositores como Bruckner.

[10] La audacia armónica se refiere a la innovación armónica de Wagner, que rompió con las convenciones tonales del Clasicismo y el Romanticismo temprano. Wagner empleó cromatismos (uso de notas fuera de la escala principal, creando tensión), modulaciones (cambios abruptos de tonalidad) y disonancias (sonidos inestables o conflictivos que retrasan la resolución tonal). Este lenguaje armónico avanzado, especialmente evidente en obras como Tristán e Isolda, amplió los límites de la tonalidad y abrió camino hacia el Modernismo musical.

[11] Las texturas motívicas complejas aluden a la técnica wagneriana de desarrollar y entrelazar motivos musicales (o leitmotivs) de manera intrincada. Estos motivos, asociados con personajes, emociones o ideas, se transforman y combinan a lo largo de una obra, creando una red de referencias musicales que enriquecen la narrativa. Esta técnica, aunque más asociada a la ópera, influyó en la forma en que Bruckner estructuró sus sinfonías, utilizando motivos recurrentes y desarrollándolos en texturas densas y elaboradas.

[12] Taruskin, Music in the Nineteenth Century.

[13] Frisch, La música en el siglo XIX, 213.

[14] Glass, Palabras sin música: Memorias: Chicago.

[15] Daniélou, «Metaphysical Correspondences».

[16] Daniélou, 2.

[17] Taruskin, Music in the Nineteenth Century.

[18] Trías, «Anton Bruckner: Adiós a la vida», 341.

[19] Philip, The classical music lover’s companion to orchestral music, 172.

[20] Trías, «Anton Bruckner: Adiós a la vida», 335.

[21] «Anton Bruckner».

[22] Trías, «Anton Bruckner: Adiós a la vida», 356.